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¡Talmente son judíos! ¡Como tales judíos obran, cerrando su puerta a los pobres y echándolos al camino! ¡Las migajas de su mesa se las dan a los canes! ¡La suerte de un pobre es más triste que la de un can! ¡Porque un pobre sabe resignarse, y un can rabia! Se abre un postigo en el gran portón de la casona, y uno a uno van saliendo los criados: La Roja, Don Galán, La Recogida.

Muchos de los rebeldes se acordaban de los camaradas de La Mano Negra: allí les habían dado garrote. La plaza estaba solitaria: el antiguo convento convertido en cárcel tenía cerradas todas sus aberturas, sin una luz en las rejas. Hasta el centinela se había ocultado detrás del gran portón.

Era un edificio antiguo y extraño, parecido a esas viejas casas de portazgo que se ven en los grabados de la antigüedad, sólo que le faltaba la vieja barra de hierro. Sin embargo, se conservaban todavía los postes del portón, y como durante la noche había caído una sábana de nieve, el aspecto que presentaba el paraje, era verdaderamente invernal y pintoresco.

El caballo pace la yerba lozana y olorosa que crece en el rocío de la tapia. El Caballero vuelve a montar y emprende el camino de su casa. Don Juan Manuel Montenegro, llama con grandes voces ante el portón de su casa. Ladran los perros atados en el huerto, bajo la parra.

Aquella casona de sillares de granito, angostos y escasos huecos de románico diseño, gran portón de arco apuntado y escudos junto al alero, es un señorón feudal que se atreve a mirar a la Iglesia casi par a par y se mantiene apartado de ella.

Y me figuro entonces lo que daré a todos los míos cuando haya subido al trono: a Marta, un espléndido aderezo; a papá, un cofre de hierro lleno de oro; a mamá, una gran caja de piñas azucaradas. El chasquido de lanzas desaparece a lo lejos, y con él mi sueño. Roberto llegó al día siguiente. En el momento en que el carruaje que lo conducía, rodó bajo el portón, Marta estaba al lado del fogón.

Yo mismo cogí el farol que estaba encendido desde mucho antes por un lujo de precauciones tomadas a falta de cosa mejor y más tranquilizadora en que ocuparme, y bajé de tres en tres los peldaños de la escalera; llegué al portón al mismo tiempo que se repetían en él los garrotazos, y con mano torpe y acelerada solté el barrote que le aseguraba por dentro, destranqué y abrí.

Estaba el portón abierto de par en par, como puerta de quien no teme a ladrones; pero al sonido mate de los cascos de las monturas en el piso herboso del patio, respondieron asmáticos ladridos y un mastín y dos perdigueros se abalanzaron contra los visitantes, desperdiciando por las fauces el poco brío que les quedaba, pues ninguno de aquellos bichos tenía más que un erizado pelaje sobre una armazón de huesos prontos a agujerearlo al menor descuido.

En un país americano de clima frío, donde crecían lo mismo que en Europa el pino y el abeto y las montañas estaban coronadas de nieve, salía al encuentro del viajero el idioma castellano, y con él las viejas casas de escudos coloniales en el portón y los entonados señores de solemnes maneras semejantes a los hidalgos antiguos.

¡Arreniégote, Demonio! ¡Arreniégote, Demonio! Al oir un largo relincho acompañado de golpes en el portón, Don Juan Manuel se detiene en lo alto de la escalera. Denantes llamándole estuve porque bajare a abrir, y no hubo modo de despertarlo. ¡Con perdón de mi amo, hasta le di con el zueco! El caballero se sienta en un sillón de la antesala, y la vieja se acurruca en el quicio de la puerta.