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La ventana abrí y con rítmico aleteo y garbo extraño entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño. Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto, con aspecto señorial, fué a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta de mi puerta el cabezal; sobre el busto que de Palas la figura representa, fué y posose ¡y nada más!

La anciana vino a verme, me arropó y se estuvo acariciándome hasta que me quedé dormida. A la mañana, apenas abrí los ojos, pregunté por mi madre. Me dijeron que estaba en el cielo. La anciana me lavó, me vistió, y me dió el desayuno.

»Proponíame yo aprovechar el primer momento en que estuviese a solas con ella para preguntarle qué era lo que causaba su ensimismamiento, cuando entró José trayéndome una carta que abrí en seguida. El ministro de Negocios Extranjeros me escribía rogándome que pasase a su despacho porque tenía que hablarme. »Apenas leí la carta se la entregué a Magdalena.

Al cabo se fue, y corrí a mi cuarto, encendí agitadamente ta bujía y abrí la carta; «Ya estoy fuera del convento me decía. Si usted quiere recibir las calabazas prometidas, pase usted a las once por delante de mi casa. Estaré a la reja, y hablaremos». Puede juzgar cualquiera la viva alegría que aquella carta debió producirme. Todos mis sueños se realizaban de una vez.

Era el coche alquilón; a ratos parecía que andábamos tanto atrás como adelante, a modo de quien pisa nieve; a ratos, que estábamos columpiándonos en un mismo sitio, y llegó por fin a ser tan completa la ilusión, que temeroso yo de alguna pesada burla de Carnaval, parecida al viaje de don Quijote y Sancho en el Clavileño, abrí la ventanilla más de una vez, deseoso de investigar si después de media hora de viaje estaríamos todavía a la puerta de mi casa, o si habríamos pasado ya la línea, como en la aventura de la barca del Ebro.

Y el tío Frasquito sacaba la primera del paquete, cuyo sello tenía, en efecto, la efigie del zar Alejandro II. De San Peterrsburrgo... La abrí extrañado y me encontré con esto... Y abría, a la vez que hablaba, la carta, poniendo ante los ojos atónitos de Jacobo un pliego en blanco, en cuyo centro se leía escrita esta sola palabra: =¡MENTECATO!=

Anastasio llegó hasta cerca de la puerta y oyó estas palabras, dichas entre dientes como en un rezongo: Abrí, te digo, soy yo. La puerta se abrió y un relámpago de celos precedió a un relámpago de fuego: Anastasio había descargado su formidable trabuco sobre un salteador y sobre su mujercita inocente, matando a los dos. ¿Y hace mucho tiempo? preguntó Ricardo.

En un momento que abrí mi ventana para oír mejor el rumor extraño que retumbaba en aquella población tan llena de vida abajo y cuyas alturas estaban ya sumidas en la noche, vi pasar por la estrecha calle dos filas de gentes que llevaban antorchas en las manos, escoltando una hilera de carruajes con relumbrantes linternas, tirados todos por cuatro caballos que marchaban casi al galope.

Don Simón le condujo hasta el vestíbulo; y echando una mano al pasador de la puerta de la escalera, le dijo muy serio: Como yo nunca miento, creo siempre a los hombres por su palabra. Creyendo las de usted, le abrí mi corazón y las puertas de mi casa. Hoy he sabido que no es usted digno del uno ni de la otra, y le planto de patitas en la calle. Y abrió la puerta de par en par.

Lo escuché yo mesma, yendo a buscar un manto, el domingo pasado, ya de noche. Dilo todo, date prisa. Al entrar unas voces que parecían salir de una alacena; pero, como yo no temo a los duendes, la abrí para ver lo que era. Vacía lo estaba; pero las voces se escuchaban como si fuesen en la mesma cuadra y eran en la de al lado, e decían lo que ya dejo expresado a vuestra merced.