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Y pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos montes y en otros de más allá; en todos los que dormían eternamente en las entrañas de la tierra vasca, por un pleito de familia, por una simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por toda autoridad que le exija obediencia desde el otro lado del Ebro.

Al pie de otra sierra que se desprende hacia el Sur y vuelve al Este encadenando al Ebro, está Brañosera, y poco más abajo Aguilar de Campóo, la manida de osos y el nido de águilas, principio de otro raudal de hombres no menos fieros, que después de asolar, al mando de Alfonso I, los campos góticos fueron repoblándolos lentamente de castellanos.

En medio de los Pirineos propiamente dichos y las serranías de reproduccion, hasta la sierra de Albarracin, se extiende un inmenso valle, regado por el Ebro y 150 afluentes, que tiene por vértice á la provincia vascongada de Alava, al poniente, y por base la costa del Mediterráneo, en una extension de 37 miriámetros, desde la frontera de Francia hasta tocar con el antiguo reino de Valencia.

Ya telegrafié a Miranda de Ebro para que, en el caso de hallarse allí su esposo, le digan que está usted aquí en Bayona esperándole. Pero de fijo estará en camino. Márchese usted, pues. Y Lucía volvió a Artegui la espalda, reclinándose en la ventana de codos.

Lo pasado es triste pero venerable en muchos de sus rasgos. Lo porvenir será una época de resurrección para Valladolid. El canal de Castilla. La provincia de Palencia y su capital. Alar-del-Rey; las fuentes del Ebro. El rio Besaya. La provincia de Santander. La ciudad y su bahia.

Luego el muy papanatas, hizo lo que todos los gallos, lo que todos los gallos que están de mal humor... siguió Perico riendo a su vez . Si había de ponerse agradable, de decirle algo a la pobre chica... le soltó una filípica como para ella sola, para ella sola, porque no se había vuelto a Miranda de Ebro, de Ebro, a cuidarle la pata desencolada... También sólo a él se le ocurre desmayarse por una torcedura, y no telegrafiar a su mujer avisándola.... Y le preguntó con un aire trágico, trágico: «¿dónde anda tu solícito acompañanteEstaba el hombre celestial.

Porque los de aquí no apreciarán que viven en un paraíso, y el pobre, tan pobre es en Grecia como en Getafe». Agradabilísimo día pasaron, viendo el risueño país que a sus ojos se desenvolvía, el caudaloso Ebro, las marismas de su delta, y por fin, la maravilla de la región valenciana, la cual se anunció con grupos de algarrobos, que de todas partes parecían acudir bailando al encuentro del tren.

¿Es éste el Ebro? pregunté a Chisco sin considerar que dejábamos sus fuentes muy atrás y sus aguas corriendo en dirección opuesta a la que llevábamos nosotros. ¿El Ebru? repitió el espolique admirado de mi pregunta . Echeli un galgu ya, por el andar que yevaba cuando le alcontremus nacienti.

Ignorante de la ruta, sintió placer singular en entregarse a la ajena experiencia. Callada, se inclinó a la ventanilla y siguió la línea escabrosa de la sierra, que se recortaba en el cielo despejado. El tren andaba más despacio cada vez: estaban llegando a una estación. ¿Qué es esto? dijo volviéndose a su compañero. Miranda de Ebro contestó él lacónicamente.

Don Quijote la pasó en sus continuas memorias; pero, con todo eso, dieron los ojos al sueño, y al salir del alba siguieron su camino buscando las riberas del famoso Ebro, donde les sucedió lo que se contará en el capítulo venidero. Capítulo XXIX. De la famosa aventura del barco encantado