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Actualizado: 30 de junio de 2025
Seguro estoy dijo este a su prima de que mi tía me hace la honra de llamarme para tener la satisfacción de echarme una peluca. Ya veo despuntar un sermón entre sus labios apretados, una filípica en su nebuloso entrecejo y una reprimenda de a folio, a caballo sobre su amenazante nariz. Pero... ¡qué feliz ocurrencia! Voy a armarme de un broquel.
Luego el muy papanatas, hizo lo que todos los gallos, lo que todos los gallos que están de mal humor... siguió Perico riendo a su vez . Si había de ponerse agradable, de decirle algo a la pobre chica... le soltó una filípica como para ella sola, para ella sola, porque no se había vuelto a Miranda de Ebro, de Ebro, a cuidarle la pata desencolada... También sólo a él se le ocurre desmayarse por una torcedura, y no telegrafiar a su mujer avisándola.... Y le preguntó con un aire trágico, trágico: «¿dónde anda tu solícito acompañante?» Estaba el hombre celestial.
Púsose blanco el bendito agente, como piedra caliza, y su rostro plano causaba terror, porque parecía próximo a descomponerse en piezas, cayendo cada fracción por su lado. En vano quiso disculparse Pipaón, en vano Micaelita intentó disculparle también, llevada del amor que aquel día le tuvo, y hasta Doña María del Sagrario arrojó con timidez una palabra de paz en medio de la ardiente filípica.
La filípica continuó en este tono largo rato, y el muchacho ni se movía, ni hablaba: misia Casilda usó de todas sus armas, y trató de herirle en su amor propio, en su dignidad, en medio del corazón, que ella conocía tan tierno, a pesar de todo.
Otra vez sentía retumbar en su oído las tremendas palabras de aquel: «Si vuelves a pronunciar delante de mí, etc...». Y el comentario parecía producirse en el cerebro paralelamente a la repetición de la filípica: «¡Ah!, tuno, no hablabas antes de ese modo.
«¡Cómo no se me ocurrió mandarle un recado! pero... ¿por quién? ¿no era ridículo decirle a la Marquesa: señora necesito que mi madre sepa que no como hoy con ella? Aquella esclavitud en que vivía... contento, sí, contento, no le humillaba... pero no convenía que la conociese el mundo. Y ahora, ¿por qué no se había quedado en casa? Bastante tiempo había pasado fuera... ¿volvería pie atrás, desafiaría el mal humor de su madre? No, no se atrevía; no estaba el suyo para escenas fuertes, le horrorizaba la idea de una filípica embozada, como solían ser las de su madre, de un discurso de moral utilitaria.... De fijo le hablaría de las necedades que le habían contado por la mañana.... Y si le decía: he comido... con la Regenta, en casa del Marqués, ¡bueno iba a estar aquello! Pero, Señor ¡qué luego, qué luego había empezado la gentuza, la miserable gentuza vetustense a murmurar de aquella amistad! ¡en dos días todo aquel run run, su madre con los oídos llenos de calumnias, de malicias, y el alma de sospechas, de miedos y aprensiones!... ¿y qué había? nada; absolutamente nada; una señora que había hecho confesión general y que probablemente a estas horas estaría metida en un pozo cargado de yerba seca en compañía del mejor mozo del pueblo. ¿Y él qué tenía que ver con todo aquello? ¡
Entonces él, encargado de velar por el gobierno y el partido, había llamado al alcalde a su despacho y le había dicho: «Amigo mío...» Aquí una tirada de observaciones que D. Peregrín, cada vez que la repetía, iba haciendo más enérgica, hasta convertirla en severísima filípica.
¡Qué quieres, hombre! dijo algo amoscado por haberse enterado los dependientes de la filípica ; no todos somos duques ni se nos enredan los millones en los pies. ¡Qué millones! ¿Se necesitan millones para tener un despacho limpio y confortable? Lo que debes confesar es que te duele gastar una peseta en adecentarle. Te lo he dicho muchas veces, Julián; eres un pobre y toda la vida lo serás.
Concluida esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai. Me marcho, señor Fígaro me dijo; en este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable. ¡Ay! mi amigo le dije, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia: mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven. ¿Es posible? ¿Nunca me habéis de creer?
Antes que Felipe III han sido sus abuelos rigorosísimos con los moriscos exclamó el duque de Lerma, aturdido por la filípica de Quevedo. ¡Los clérigos y los frailes! siempre esa plaga que ha logrado dominar al trono y que acabará con la gloria y con el poder de España.
Palabra del Dia
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