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De repente levantose Estupiñá el grande, copa en mano, y no puede formarse idea de la expectación y solemnísimo silencio que precedieron a su breve discurso.

En esta situación de ánimo convino en que Nicolasa debía casarse con D. Casimiro; en que él debía seguir siendo su hermano, sin pensar, ó sin decir al menos que pensaba en otra cosa; y concibió con claridad, más que por el discurso y las razones, por los blandos cogotazos y por los tirones de orejas, toda la suavidad, hechizo, consistencia y deleite del amor espiritual que á Nicolasa le ligaba.

Con su verbosidad indicaba el héroe estar muy lleno de su asunto, como dicen los oradores, y es probable que desde la noche anterior hubiese preparado en su cabeza y hasta construido algunas de las frases de aquel memorable discurso.

Así que, es razón concluyente que el intentar las cosas de las cuales antes nos puede suceder daño que provecho es de juicios sin discurso y temerarios, y más cuando quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos, y que de muy lejos traen descubierto que el intentarlas es manifiesta locura.

El discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda; pero es cosa tan clara, es tan obvia la deduccion, que las reglas dadas para sacarla, mas bien que otra cosa, parecerán un puro entretenimiento especulativo.

Pero al llegar á la casa esperaba á Lázaro una sorpresa que había de hacerle olvidar su discurso, á su tío y á la Fontana. Al entrar, ya cercano el día, encontró á doña Paz muy alborotada, á Salomé rondando la casa con luz, y á las dos tan coléricas y destempladas, que no pudo menos de reír á pesar del estado de su espíritu. ¡Gracias á Dios que viene usted!

Al ir hacia el café había preparado por el camino el discurso que le espetaría a Juan Pablo. Este discurso empezaba así: «Amigo mío, me he enterado de que la pobre mujer de su hermano de usted vive en el más grande apartamiento, arrepentida ya de su falta, indigente y sin amparo alguno...» y por aquí seguía.

Violentos murmullos interrumpieron el discurso, que no pudo reanudarse: los frailes dejaron sus asientos y se arremolinaron por grupos, voceando y gesticulando sin hacer más caso del Superior que de la carabina de Ambrosio; los de un corrillo pasaban á otro, como consultándose mutuamente; la confusión y el tumulto crecían por instantes; el Superior, turbado ante aquella especie de motín, no sabía qué hacerse; hasta que, por último, dominando toda la gresca y baraúnda, se oyeron las voces de «¡Silencio! ¡Callad! ¡Que hable el P. Procopio! ¡Silencio

A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo?

De todos modos, soy bien miserable al deciros tales cosas; siempre hay tiempo para aprender. ¿Por qué me lo decís? preguntó Juana, que durante aquel extraño discurso había recobrado alguna calma. ¿Acaso lo yo? dijo la señora de Hermany . ¡Ah! ¡gracias a Dios ya llueve!