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El cuarto que entonces tenía Segunda en aquella casa era uno de los más altos. Estaba sobre el de Estupiñá. No había llegado Fortunata al segundo, cuando vio bajar a este, y le entraron ganas de saludarle. Puso él una carátula durísima al verla; pero a pesar de esto, la joven sentía ganas de decirle algo.

Extendió la mano, y con la otra mostraba el bastón, como si fuera un bastón de autoridad. «¡Doña Guillermina mi casera! dijo Fortunata, pensativa, entregando el dinero . Pues a ella le voy a pedir que me haga las obras. Es amiga mía». ¡Qué ha de ser amiga de usted... qué ha de ser! replicó Estupiñá con sarcasmo . Y si quiere usted verla furiosa, háblele de obras que no sean las del asilo.

Puso el Cristo en su sitio, regocijándose mucho con la admiración que producía el bronce en los circunstantes, y después salió a dar órdenes a Estupiñá. «Vaya usted a la parroquia para que acompañe al Santísimo, y diga que traigan pronto las velas que se han de repartir aquí».

De repente levantose Estupiñá el grande, copa en mano, y no puede formarse idea de la expectación y solemnísimo silencio que precedieron a su breve discurso.

Estupiñá abría todas las mañanas, barría y regaba la acera, se ponía los manguitos verdes y se sentaba detrás del mostrador a leer el Diario de Avisos.

«¡Si habrá nacido de pie este bendito Plácido dijo D. Baldomero a su nuera , que hasta se saca la lotería sin jugar!». Plácido gritó Jacinta riéndose con mucha gana , es el que nos ha traído la suerte. Pero si yo... murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu las nociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara de contrabando.

Pues ya lo creo dijo Plácido, para quien no había nunca dificultades tratándose de compras . ¿Usado o sin usar? Hombre, sin usar... En fin, como le encuentres... Salió Estupiñá como si Mercurio le hubiera prestado sus alados borceguíes, y a poco entró el doméstico, a quien su amo tenía también ocupado en la busca de ciertos encargos.

Un día le embargaron todo, y Estupiñá salió de la tienda con tanta pena como dignidad. ii Aquel gran filósofo no se entregó a la desesperación. Viéronle sus amigos tranquilo y resignado. En su aspecto y en el reposo de su semblante había algo de Sócrates, admitiendo que Sócrates fuera hombre dispuesto a estarse siete horas seguidas con la palabra en la boca.

Todo el resto del día estuvo la insigne dama muy atareada, y Estupiñá saliendo y entrando, pues cuando se creía que no faltaba nada, salíamos con que se había olvidado lo más importante.

Respondía torpemente, balbuciendo negativas y «¿quién te ha contado esa paparrucha?». A lo mejor, saltaba Juan con esto: «¿Pero di, Plácido, no has tenido nunca novia?». Vaya, vaya, este Juanito decía Estupiñá levantándose para marcharse , tiene hoy ganas de comedia.