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No hay medio de escribir en el Decálogo los delitos fiscales. La moral del pueblo se rebelaba, más entonces que ahora, a considerar las defraudaciones a la Hacienda como verdaderos pecados, y conforme con este criterio, Estupiñá no sentía alboroto en su conciencia cuando ponía feliz remate a una de aquellas empresas.

Mientras Estupiñá admiraba, de mostrador adentro, las grandes novedades de aquel Museo universal de comestibles, dando su opinión pericial sobre todo, probando ya una galleta de almendra y coco, que parecía talmente mazapán de Toledo, ya apreciando por el olor la superioridad del o de las especias, la dama se tomaba por su cuenta a uno de los dependientes, que era un Samaniego, y... adiós mi dinero.

No contento con esto, quería divertirse a costa de él, y recordando un pasaje de la vida de Estupiñá que le habían contado, decíale: «A ver, Plácido, cuéntanos aquel lance tuyo cuando te arrodillaste delante del sereno, creyendo que era el Viático...». Al oír esto, el bondadoso y parlanchín anciano se desconcertaba.

Usted es un forajido, señor, no me vuelvo atrás... Usted nos ha birlado a la criatura. Porque usted me la ha matado, so verdugo, caribe, usted, usted. Dale con gracia... Habrá que ponerle un bozal. Voy a avisar a la Casa de Socorro. A la cárcel... es donde tiene que ir usted. Y en aquel momento entró José Izquierdo, a quien su hermana quiso incitar para que acometiese al bueno de Estupiñá.

Sólo se puede intentar tal empresa con la ayuda de Estupiñá, que sabe al dedillo la historia de todas las familias comerciales de Madrid, y todos los enlaces que se han hecho en medio siglo.

Y estaba tan agradecido a la visita del Delfín, que no hacía más que mirarle recreándose en su guapeza, en su juventud y elegancia. Si hubiera sido veinte veces hijo suyo, no le habría contemplado con más amor. Dábale palmadas en la rodilla, y le interrogaba prolijamente por todos los de la familia, desde Barbarita, que era el número uno, hasta el gato. El Delfín, después de satisfacer la curiosidad de su amigo, hízole a su vez preguntas acerca de la vecindad de aquella casa en que estaba. «Buena gente respondió Estupiñá ; sólo hay unos inquilinos que alborotan algo por las noches. La finca pertenece al Sr. de Moreno Isla, y puede que se la administre yo desde el año que viene.

Juanito miró fijamente a su mujer, y después se echó a reír. Aquello no era adivinación de Jacinta. Algo había oído sin duda, por lo menos el nombre de la calle. Pensando que convenía seguir el tono festivo, dijo así: « sabías el nombre de la calle; no vengas echándotelas de zahorí... Es que Estupiñá me espiaba y le llevaba cuentos a mamá». Sigue con tu conquista. Pues señor...

Poco después apareció Estupiñá, de capa verde, trayendo bajo los pliegues de ella una cosa que abultaba mucho y que guardaba con respeto. Era el crucifijo de bronce de Guillermina, hermosa escultura de bastante peso, y que Plácido no quiso entregar a nadie sino a la misma dueña de él.

Andando los años, y cuando ya Estupiñá iba para viejo y no hacía corretaje ni contrabando, desempeñó en la casa de Santa Cruz un cargo muy delicado. Como era persona de tanta confianza y tan ciegamente adicto a la familia, Barbarita le confiaba a Juanito para que le llevase y le trajera al colegio de Massarnau, o le sacara a paseo los domingos y fiestas.

En esto llegaron y se dio tierra al cuerpo de la señora de Rubín, delante de las cuatro o cinco personas acompañantes, las cuales eran Segismundo y el crítico, Estupiñá, José Izquierdo y el marido de una de las placeras, amiga de Segunda. Ballester, afectadísimo, hacía de tripas corazón, y se retiró el último.