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¡Pero vos lo sabéis todoacabáis de llegar!... Súpelo en San Marcos, y fué un día grande para ; el único de grandeza que conozco al rey Felipe III; como que desterraba de la corte á vuestro marido, y á me permitía venir á enterrarme en ella, ó mejor dicho, á enojarme. ¡A enojaros! por cierto, á enojarme en vuestros ojos. ¡Ah, don Francisco!, el amor debía tener un decálogo. ¡Torpe soy!

Cuando la desgracia me ha herido, he dicho para : esto es que Dios me avisa. Había salido del alcázar loco y desesperado sin saber qué hacer, sin saber dónde ir, y me acordé de vos, padre. Hicísteis bien, pero nos vamos olvidando del asunto principal. , ciertamente; de mi examen de conciencia. Veamos: recorramos el decálogo. ¿Habéis amado á Dios sobre todas las cosas?

Aquel mismo embrión de conciencia que en el fondo de su ser, donde todos tenemos escrita desde ab initio gran parte del Decálogo, le gritaba: «no hurtarás», le dijo con no menor energía: «tienes derecho a reclamar lo que te ofrecieron». Y, obedeciendo a la impulsión, la criatura echó a correr en la misma dirección que su abuelo.

Las diferencias de educación y de clase establecen siempre una gran diferencia de procederes en las relaciones humanas. Esto no lo dice el Decálogo; lo dice la realidad. La conducta social tiene sus leyes que en ninguna parte están escritas; pero que se sienten y no se pueden conculcar.

No hay medio de escribir en el Decálogo los delitos fiscales. La moral del pueblo se rebelaba, más entonces que ahora, a considerar las defraudaciones a la Hacienda como verdaderos pecados, y conforme con este criterio, Estupiñá no sentía alboroto en su conciencia cuando ponía feliz remate a una de aquellas empresas.

habrás notado que en público los de la clase jamás faltan a la más estricta y meticulosa... eso, decencia. Que es lo principal dijo doña Anuncia, como quien recita el decálogo.

Un libro que nadie puede leer dos veces en la vida, pero que realmente existe y a él le estaba negado. Su alma debía ser un muerto que tuviese por sudario una sotana. Las doctrinas de los que le educaron lo ordenaban así. Por cima del decálogo casi divino que debía practicar, los hombres habían escrito este mandato: «No te amarán

Hoy, como ayer, la multitud te aclama, te elogia el sabio, te celebra el sistro; y es actual, por imperio de tu fama, tu investidura de primer ministro. Murió el Estado efímero que urdiste, sin otro alguno, ni anterior, ni análogo; mas tu gobierno espiritual, subsiste, está en vigor tu original Decálogo.

El santo tabernáculo De la igualdad preciosa Protegerán impávidos Con su égida gloriosa, Guardando el testo bíblico Del inmortal decálogo Que á un mundo redimió. Aéreo coro de ángeles Entonará mil cánticos Como la brisa plácidos; La libertad en tanto, Como vision espléndida, Tendiendo el ala rápida Se elevará hasta Dios.

El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos. El noveno, no desear más prójimo que su marido. El décimo, no codiciar el lujo ajeno. Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria. El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.