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No hablaban a solas como delante de los señores de clase; no eran prudentes, no eran comedidas, no rebuscaban las frases. Doña Anuncia decía palabras que la hubieran escandalizado en labios ajenos. La conversación tardó en volver al pecado de Ana, a la vergüenza de que les hablaba la carta de doña Camila.

La noche, que ya mostraba el cuerpo entero, era de esas lácteas, pero frías, en que el equinoccio de primavera se anuncia por no qué vaga trasparencia del cielo y del aire, y en modo alguno por la temperatura, que más bien parece recrudecerse.

Al cumplirse el novenario de la encerrona, que algo tenía de arresto, doña Anuncia se presentó tranquila, digna, severa a leer la sentencia. «No le faltaría a la hija de la bailarina ¿quién dudaba ya que la modista había bailado? no le faltaría una cama en el palacio de sus mayores; pero ellas, las tías, no tenían qué poner a la mesa; todo lo había comido la niña». Ana escribió a Frígilis.

Contaba con su sueldo y algunas viñas y no pocos rebaños en la Almunia de don Godino. Nunca hubiera sido osado a pedir la mano de tan preclara, ilustre y hermosa joven sin poder ofrecerle, ya que no la opulencia, una aurea mediocritas, como había dicho el latino». Doña Anuncia quedó deslumbrada.... ¡Don Godino... mediocritas... la cruz de Isabel la Católica!... Era mucha tentación.

Entre ella y los jóvenes de la sociedad en que vivía, pronto había puesto el orgullo de Ana y la necedad de los otros un muro de hielo. «No se casarían con ella, había dicho doña Anuncia, porque era pobre; pero ella les tomaba la delantera, y los despreciaba por fatuos y adocenados».

Ignoramos el motivo de su venida; ni palabra sabemos de sus propósitos, nada nos ha dicho. Hace poco tiempo escribió que tal vez tuviera que hacer un viaje a Madrid: luego lo dio por cosa segura, ahora anuncia que llega. Mis padres, como es natural, se alegran; en Leocadia y tu Pepe, si he de ser franco, el sentimiento que domina es el de la curiosidad.

Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.

Han pasado unas dos horas; oye un ruido de trompetas lejanas que anuncia la elección del nuevo rey. Se pone de pie. Dentro de media hora llegará Gertrudis... Le dicen que la dignidad real ha recaído en su amigo Franz. Escucha eso como en un sueño... ¿Qué le importa?

Al mismo tiempo se oye un coro celestial que le anuncia, que la justicia divina lo ha condenado á perder la vida y el trono, escena, por cierto, de la más sublime poesía. Don Carlos se queda como anonadado; el Rey llega corriendo, y asiste á los últimos instantes de su hijo, á quien llora con ternura paternal á pesar de sus extravíos.

El pueblo suspende sus ritos, álzase un imponente murmullo, señal segura de un grave escándalo; el Imam enmudece asombrado; al murmullo sucede una amenazadora gritería, como siguen en la mar los bramidos de las olas á la susurrante brisa que anuncia las tempestades. ¿Qué intentan esos dos hombres temerarios que abriéndose paso por las apiñadas hileras se adelantan forcejeando hasta cerca del Santuario? ¿Qué palabras son las que vienen á proferir en este venerando recinto, interrumpiendo solemnes ceremonias, infringiendo leyes y tradiciones, desafiando las mas terribles prohibiciones y esponiendo la vida al justo furor de la escandalizada muchedumbre? ¡Oh abominacion! ¡oh delito monstruoso y nefando!