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Yo no te había dicho que la conversación del otro día había versado sobre los casamientos desgraciados, a propósito de ese loco de Subligny que ha terminado su carrera novelesca casándose con una bailarina. Yo me he apoyado en este ejemplo con un calor y una abundancia de ideas, que debía, más que a la riqueza del asunto, a ciertas circunstancias de mi situación particular.

Levanté los ojos y me pareció reconocer en la joven el porte elegante y gracioso, la fisonomía encantadora de mi linda bailarina, de la señorita Cecilia D'Ortlies: mis dudas se convirtieron en certeza cuando divisé, algunos pasos detrás de ella, a una mujer que, provista de un álbum y del indispensable lápiz, escribía al mismo tiempo que andaba.

He conocido en París a una bailarina que se le había metido la misma idea en la cabeza. Se había comprado un terreno en el Père-Lachaise e iba a visitarlo de cuando en cuando, cada vez con mayor placer. Los seis metros de su propiedad estaban en uno de los más bellos rincones del cementerio, rodeado de monumentos burgueses y con vistas al exterior.

Las mujeres admiraban la pequeñez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atrás y tan unida como un bloque de laca. Esta «águila» bailarina, que se hacía mantener por sus parejas, según murmuraban los envidiosos de su gloria, se vió aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron á danzar.

A la vez, y llevando el compás con palmadas, cantaban los circunstantes: Levántamelo, María; levántamelo, José; si no me lo levantas yo me lo levantaré. ¡Qué se quema el sango! ¡No se quemará, pues vendrán las olas y lo apagarán! Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina más asquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizar hasta a un budinga.

Había, para todos los errores, una inagotable tolerancia; el bizarro marqués de Fimarcon se escapaba por las noches, disfrazado de mujer, de la cárcel, adonde le llevó un sucio asunto de intereses, para ir á los bastidores de la Opera; otro noble remitía á la bailarina señorita de Pélissier 20.000 francos en un billetito, donde le declaraba su amor, y el mismo venerable cardenal de Fleury sonreía bonachón y se encogía de hombros ante las lamentaciones del modesto burgués que iba á pedirle justicia contra el raptor de su hija....

Al fin, me hizo amistad, por mi dinero, de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos. Íbamos barajados hombres y mujeres, y una entre ellas, la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia, me pareció extremada sabandija.

Los artilleros se callan entonces y la orquesta ataca la introduccion. Nuestros estudiantes ocupan un palco frente á frente del de Pepay la bailarina. Este palco era un regalo de Makaraig que ya se había puesto en inteligencia con ella para tener á don Custodio propicio.

Y vió á un buen mozo con uniforme de aviador, que entraba violentamente, como una tromba. No tuvo que avanzar mucho, pues la bailarina corrió á refugiarse en sus brazos. Julieta hablaba de él, momentos antes, con tristeza. Hacía seis meses que no le veía. Era imposible obtener una licencia en estos momentos. El aviador dió explicaciones, con voz entrecortada.

Makaraig se detuvo. ¿Y cómo influir? preguntó un impaciente. El P. Irene me indicó dos medios... ¡El chino Quiroga! dijo uno. ¡Ca! Valiente caso hace de Quiroga... ¡Un buen regalo! Menos, se pica de incorruptible. Ah ya, ¡ya lo ! esclamó Pecson riendo; Pepay la bailarina. ¡Ah, ! ¡Pepay la bailarina! dijeron algunos.