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Buenas noches dijo Quilito. Y salió, haciendo resonar sus tacones sobre las losas del patio. ¡Que te diviertas! gritó el padre. ¡Que no vuelvas tarde! apuntó la tía. Concluyó tristemente la modesta comida; con el último bocado se levantaron y Pampa entró a quitar la mesa.

En la esquina de la calle del Tribulete despidieron el coche; los chicos sin vacilar fueron derechos a la puerta de una casa vieja y sucia; el mayor se volvió de espaldas y dio con los tacones de sus zapatos rotos algunos golpes; al poco rato abrió una vieja, que dejó escapar al verlos un gruñido nada pacífico; pero su mal humor se convirtió en sorpresa al observar que Hojeda y Miguel atravesaban el portal y seguían a los muchachos; éstos subían decididos la escalera, como hormigas que entran en su guarida; Miguel sacó un fósforo, porque la vieja portera se había retirado con la luz.

Eran completamente diferentes de las que aparecían una hora después en el paseo. A veces, Isidro sentía ciertas dudas antes de identificarlas. Todas se mostraban considerablemente empequeñecidas y de pesados movimientos al caminar sin el montaje de los tacones.

Saludó sin detener el paso, con una reverencia que juzgaba graciosa, «la reverencia de peluca blanca y tacones rojos», según el la titulaba, y vio por un instante unos ojos irónicos y una boca bermeja que contestaban a su saludo. Otro que fuese inmodesto siguió murmurando Maltrana llegaría a tener sus pretensiones sobre esta señora.

Quisiera la muerte de todos ellos, ¡de todos!... ¡El mal que han hecho en mi vida!... Quisiera ser inmensamente hermosa, la mujer más hermosa de la tierra y poseer el talento de todos los sabios concentrado en mi cerebro, y ser rica, y ser reina, para que todos los hombres del mundo, locos de deseo, vinieran á postrarse ante ... Y yo levantaría mis pies con tacones de hierro, é iría aplastando cabezas... así... ¡así!...

Butrón quiso invocar los fueros de su autoridad, pero ya era tarde... A través de la puerta del fumoir vieron todos adelantarse, por el salón vecino, a una dama muy pequeñita, flaca, que caminaba con menudos pasos sobre sus altos tacones, dando golpecitos en el suelo con el regatón del largo palo de su sombrilla de encajes.

Y él, con el chaqué ceñido de talle y abombado de pecho, los pies de femenil pequeñez enfundados en charol y cañas blancas sobre altos tacones, bailaba grave, reflexivo, silencioso, como un matemático en pleno problema, mientras las luces azuleaban las dos cortinas obscuras, apretadas y brillantes de sus guedejas.

Y, sin embargo, allí no había muchos gabanes más flamantes que el suyo, ni muchas camisas más limpias, ni muchas botas más aplomadas. Al contrario, abundaban los paños raídos, los pantalones con rodilleras, las camisas de tres días y los tacones de medio lado. ¿En qué consistía, pues, la indiferencia con que se le miraba allí y fuera de allí?

Necesita hablar con la hija del jardinero, una mocosa que él ha visto andar á gatas, pero que ya tiene diez y seis años y no ofrece mal aspecto. Trabaja en una sombrerería de Monte-Carlo, y sigue las modas lo mismo que una señorita. El coronel cuida de la renovación de sus zapatos de altos tacones, de sus faldas cortas, de sus boinas y sombreritos, de sus collares de falso ámbar.

Pero su vestido, como su carácter, era el de siempre: el mismo gorro catalán, la misma camisa de bayeta verde sobre la de estopa interior, los mismos calzones pardos de ancha campana y amarrados á la cintura con una correa, y los mismos zapatos, sin tacones y sin lustre, sobre el pie desnudo. Consigno este dato, porque á la sazón no era ya este traje el característico del oficio.