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Sintiose turbado: fue a sentarse más lejos. Josefina vestía con elegancia. Los señores de Quiñones la criaban con mimo, como hija adoptiva. Por mucho tiempo éste fue el asunto preferido de las murmuraciones de Lancia. Se averiguaba con vivo interés el coste de sus sombreritos; se comentaba el número de juguetes que le compraban; hacíanse cálculos sobre la cantidad en que la dotarían al casarse.

Necesita hablar con la hija del jardinero, una mocosa que él ha visto andar á gatas, pero que ya tiene diez y seis años y no ofrece mal aspecto. Trabaja en una sombrerería de Monte-Carlo, y sigue las modas lo mismo que una señorita. El coronel cuida de la renovación de sus zapatos de altos tacones, de sus faldas cortas, de sus boinas y sombreritos, de sus collares de falso ámbar.

Y se aleja con el conde hacia el Palacio, donde pasará el resto de su vida como en una cárcel. Lubimoff se fija en dos soldados italianos que le contemplan desde la acera del «queso». Son dos bersaglieri vestidos de gris, con sombreritos redondos cargados de plumas de gallo.

Era un espectáculo extraño. A la luz de un farolillo colocado junto al pesebre, los trajes azul y rosa de las niñas, sus sombreritos de flores, las joyas relumbrantes de la mamá, causaban el efecto de una aparición sobrenatural, que contrastaba con las paredes sucias, el techo empavesado de polvorientas telarañas, los montones de estiércol y el olor punzante y molesto de cuadra sucia.

Era la música que tocaba en el paseo, frente al Casino. Por debajo de las achatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un rosario de colores, las sombrillas de seda, los sombreritos de paja, los trajes claros y vistosos de toda la gente de veraneo. Los niños, vestidos de blanco y rosa, saltaban y corrían tras sus juguetes, o formaban alegres corros girando como ruedas de colores.

Y por dicha suya, no tenía que calentarse la cabeza para discurrir el empleo de sus sobrantes, pues allí estaba su hermana Candelaria, que era pobre y se iba cargando de familia. Sus hermanitas solteras también recibían de ella frecuentes dádivas; ya los sombreritos de moda, ya el fichú o la manteleta, y hasta vestidos completos acabados de venir de París.