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Ella, por el contrario, miró a Ojeda con expresión de reto, añadiendo en voz fuerte: Continúe usted, Isidro. Eso que dice es muy lindo, muy interesante. Y acompañó sus palabras con un gesto exagerado de voluptuosidad y abandono, indicando el gran placer que le causaban las palabras del héroe. Fernando siguió adelante, con más asombro que despecho por esta revelación... ¡Maltrana también!

»¡Cuán egoísta soy! ¡Empeñarme en verme acompañado en mi tristeza, siendo así que no comparto la tristeza ajena! »Por fin he llegado a recorrer con mi vista las columnas de esos periódicos que me causaban enojo y hoy los leo con cierta curiosidad... »¿Sabe usted que casi hace ya tres meses que falto de París? ¡Con qué rapidez transcurre el tiempo lo mismo para el dolor que para el gozo!... ¡Ah!

Al cabo volvió con la misma suavidad á amonestar á su querida. «Aquellas confianzas con un hombre á quien detestaba le causaban mucha pena. ¿Qué necesidad tenía de aparecer tan contenta cuando él entraba? ¿Por qué consentía que la hablase aparte y en voz baja?... Ya sabía que todo aquello era agua de cerrajas, que ella no iba á enamorarse de sujeto tan ruin; pero con estas confianzas él se crecía y pudiera pasarse á mayores si no se le atajaba.

El alma de Elena, conmovida, llena de melancolía por la influencia de aquellos sitios, donde se había deslizado su infancia, donde había gozado después unos años de felicidad inefable, no podía responder al llamamiento brutal de la pasión. La ironía, la malignidad, el ingenio de su amante, que al principio la habían cautivado, ahora le causaban aversión y hasta desprecio.

No asisto, por supuesto, a las veladas que allí se celebran; pero durante el día me paso largos ratos hojeando los periódicos en el salón de lectura. »He de confesarle a usted, Antoñita, que al principio me causaban indecible repugnancia aquellas doce columnas que haciéndose eco de cuanto ocurre en el mundo no me decían ni una palabra de lo que a me interesaba.

Esta cabeza se me ha trastornado. Figúrate que a ratos...». Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular bien el terror que aquellos ojos le causaban. «Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea aunque me con un martillo.

Sabía música, pero había ido al teatro pocas veces; así que las melodías inspiradas de la ópera de Bellini le causaban profunda impresión, que se traducía por un leve temblor de las pupilas y los labios. Cuando llegó el sublime canto del tenor que empieza A te, oh cara, me apretó con fuerza la mano exclamando por lo bajo: ¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso!

A Jacinta le causaban miedo aquellas profanaciones; pero las consentía y toleraba, poniendo su pensamiento en Dios y confiando en que Este, al verlas, volvería la cabeza con aquella indulgencia propia del que es fuente de todo amor. Todo era para ellos motivo de felicidad. Contemplar una maravilla del arte les entusiasmaba y de puro entusiasmo se reían, lo mismo que de cualquier contrariedad.

Se me juzga frívola, caprichosa... y corrompida; se multiplican mis amantes, se citan mis extravagancias y se me arrojan al rostro infinidad de flaquezas... Quizá tengan razón: todo cuanto malo hice en mi vida, procuré que fuese pronto sabido del público; en vez de ocultar las faltas con artificio, procuré arrojarlas a la murmuración. ¿Y esto sabes por qué lo hacía?... ¡Pues en el fondo era para vengarme del escaso placer que me causaban!

Uno de ellos era Manacica de nación, bautizado pocos meses antes y me servía de intérprete; tenía atravesado el brazo con una flecha, y por eso, heridos los nervios, le causaban desmayos y pasmos mortales; al otro, herido en el vientre, se le habían salido en gran parte las entrañas.