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Actualizado: 27 de mayo de 2025


Á pesar de lo tranquilo, apacible y frío que parecía, era de temerse que existiera en él un fondo de malignidad, hasta entonces latente, pero ahora activa, que le impulsaba á imaginar una venganza más íntima que la que ningún otro mortal hubiera tomado jamás de su enemigo.

El viviendo al lado de la enfermera, aprovechándose de la ignorancia del ciego para inferirle todos los días con sus amores un nuevo insulto, ¡ah, no! Era una villanía. Se acordaba ahora con vergüenza de la malignidad con que había mirado poco antes á esta hombre desgraciado y bueno. Se reconocía sin fuerzas para luchar con él.

Tu corazón no debe permanecer por más tiempo expuesto á la malignidad de sus miradas. Sería peor que la muerte, replicó el ministro, ¿pero cómo evitarlo? ¿Qué elección me queda? ¿Me tenderé de nuevo sobre estas hojas secas, donde me arrojé cuando me dijiste quien era? ¿Deberé hundirme aquí y morir de una vez?

El odio, el desprecio, la malignidad sin provocación alguna, el deseo gratuito de ser perverso, de ridiculizar todo lo bueno y santo, se despertaron en él para tentarle al mismo tiempo que le llenaban de pavor.

Carecía de ilustración y de experiencia; pero sabía mantener discretamente una conversación y no se le escapaban los defectos del prójimo. Como casi todos los seres débiles, gozaba a veces malignamente a costa de ellos. Es la venganza que la gente sin carácter toma de quienes lo poseen demasiado vigoroso y espontáneo. No obstante, estas ráfagas de ironía y malignidad no eran en él frecuentes.

Yo pondría, si pudiera, un petardo tan grande, que levantara hasta el cielo todos los palacios de esa gente egoísta que nos quita lo nuestro. Lo pondremos replicó Mariano, haciendo de la malignidad y de la estupidez una sola expresión. Pero eso es juego de chicos... Es como armar guerra con cohetes en vez de hacerla con cañones. ¿Qué resulta?

El resto de la tertulia adivinaba de un modo vago la malignidad de que estaban cargadas las palabras, pero no iba hasta el fondo de su significado. Llegó, en esto, á la tienda un señor como de sesenta años de edad, alto, delgado, vestido todo de negro y con sombrero de copa.

La fecha anunciaba que la señorita Cristina había recibido aquella misiva dos ó tres semanas antes: al parecer, la pobre joven, no sabiendo leer y no queriendo confiar su secreto á la malignidad de los que la rodeaban, había esperado que algún pasajero á la vez benévolo y letrado, viniera á darle la clave de aquel misterio que le quemaba el seno hacía quince días.

Luego, en las reconciliaciones, eran extremosos. ¿Sabe usted, Pepa, que no quisiera estar yo allí en el momento de la reconciliación? dijo Cobo haciendo alarde nuevamente de su malignidad brutal. Tampoco yo, hijo respondió, dando un suspiro de resignación que hizo reir . Pero ¡qué quiere usted!

Entró en su vivienda, sacó un manojo de llaves, y señalando la escalera, dijo con formas respetuosas: «Pasen los señores. Verán lo que hay». Miquis, presentando a los que le acompañaban, no pudo reprimir sus instintos de malignidad zumbona, y habló así con afectada finura: «El Sr. D. José de Relimpio y Sastre, ¡consejero de Estado!». Don José se inclinó turbado, sin atreverse a contestar.

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