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Está bien; yo se la entregaré cuando venga. Y con la carta en la mano entróse en el boudoir, arrugando el entrecejo, la boca fruncida y torvos los claros ojitos... A la luz de la gran lámpara sostenida por el negro de ébano tomó a registrar la carta por todos lados; era el sobre de rico papel muy recio, no tenía timbre, sello ni inicial alguna, y venía ligeramente pegado con la misma goma de los bordes.

Para comprender bien las últimas palabras, téngase en cuenta que la preposición en, así en el castellano antiguo como en valenciano moderno, hace las veces de con. Fernán Pérez de Guzmán, Claros varones. Sevilla, 1543. Sarmiento, Memorias, pág. 321. Historia de España. L. XIX, cap.

¡Pálido! repitió Sola, que tenía sus claros ojos fijos en D. Benigno, y no perdía ni la más ligera inflexión de sus labios elocuentes. Pues... pareció que se conmovía, y me abrazó, ¿entiendes? me abrazó. Yo le dije que nos volveríamos a ver pronto. ¿Y eso fue...? La semana pasada, hija, en mi último viaje a Madrid. ¿Recuerdas que dije iba a comprar bisagras y fallebas para las puertas nuevas?

En efecto, hallábase aquella abovedada cámara repleta de legajos, infolios y libros, hacinados en varios estantes y cuidadosamente ordenados, según podía colegirse por los claros números y letreros que cada uno ostentaba. Detúvose un instante, y recorrió con la vista aquel vetusto arsenal de papel y pergamino.

Pasa con esto lo que con nosotros, los que tenemos la manía de escribir: escribimos mejor cuanto más sencillamente escribimos; pero somos muy contados los que nos avenimos a ser naturales y claros. Y, sin embargo, esta naturalidad es lo más bello de todo.

En la ciencia se dan á conocer por sus principios claros, sus definiciones sencillas, sus deducciones obvias, sus aplicaciones felices.

Existe en el fondo de nuestra alma una luz divina que nos conduce con admirable acierto, si no nos obstinamos en apagarla; su resplandor nos guia, y en llegando al límite de la ciencia nos le muestra, haciéndonos leer con claros caractéres la palabra basta.

Pero de pronto advirtió el ruido de los pasos de la que la seguía; volvióse; vió aquel bulto que en medio de la noche andaba tras ella, y lanzándose en súbita carrera empezó á gritar: ¡Madre, madre: brujas, brujas! La huérfana sintió entonces más claros los gritos de las mujeres, y llegó también á creer que había brujas por allí.

Si el lenguaje y el estilo no fuesen claros y hasta cierto punto elegantes, pudiera ocurrirnos algo parecido a lo que ocurrió a la mona que trató de comerse la nuez verde y que la arrojó con desdén o con rabia al probar la amargura de la cáscara, sin llegar a comerse el sabroso fruto que dentro se escondía.

El dependiente había entablado amistad con Micaela, una criatura insignificante que pasaba por el mundo como un fantasma, anulada la voluntad, lamentándose de no vivir, como en su juventud, en la servidumbre doméstica. Sentía una tierna simpatía por aquella mujer casi ciega, con sus ojazos claros siempre inmóviles, como si experimentara eterno asombro.