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Pero, más allá de diez varas en radio, nada hacía sospechar su presencia. Sin embargo, a nuestro embozado debió parecerle una lámpara Edison de diez mil bujías, a juzgar por el cuidado con que se subió aún más el embozo y la prisa con que abandonó la acera para caminar ceñido a la tapia del patio en que las sombras se espesaban.

Otro hombre pequeño surgió, un poco más allá, de la sombra proyectada por los fresnos, como si pretendiese atravesar la avenida, pasando á la acera opuesta.

Al pasear sus ojos por la alegre y bien vestida muchedumbre que él destinaba á la esclavitud, vió á Alicia, sola y de pie, al borde de la acera del «queso», mirando al Casino. ¿Vas á entrar? dijo acercándose á ella. Se indignó la duquesa, como si le propusiera algo humillante, algo que no había hecho nunca. ¿Entrar ella en el Casino?...

Así, si bien le era imposible saber lo que pasaba en la casa de la otra acera, porque sus cortinas estaban tan corridas para él como para el resto de los mortales, no dejó de enterarse minuciosamente de cuanto pasaba en la calle.

Podrá ser un buen sujeto, pero, aun cuando lo sea, no debe conocer, ciertamente, nuestro secreto. ¡Si lo llegase a saber, eso puede significar la ruina para nosotros, recordad!» Y luego, antes de que Blair pudiera contestarle, subió a un hansom que en ese mismo momento habíase aproximado y detenido junto de la acera.

Era la calle de los Canónigos, una de las más feas y más aristocráticas de la Encimada. Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.

La acera de tres metros de anchura, una acera hiperbólica para Vetusta, estaba orlada por una fila de faroles en columna, de hierro pintado de verde, y por otra fila de árboles, prisioneros en estrecha caja de madera, verde también. Por esto se llamaba El boulevard, o lo que era en rigor, Calle del Triunfo de 1836.

Si se alejaba iba a dar a la guardia de extra-muros. No sabiendo qué hacer y viendo un portal abierto, entró en él, y empujando suavemente la puerta, la cerró. Oyó el ruido de los pasos de los hombres en la acera. Esperó a que dejaran de oirse, y cuando estaba dispuesto a salir, bajó una mujer vieja al zaguán y echó la llave y el cerrojo de la puerta. Martín se quedó encerrado.

Junto a la acera aguardaba un coche tirado por cuatro mulas vistosamente enjaezadas con borlajes y cascabeles. Garabato se había izado ya en el pescante con su lío de muletas y espadas. En el interior estaban tres toreros con la capa sobre las rodillas, vistiendo trajes de colores vistosos, bordados con igual profusión que el del maestro, pero sólo de plata.

Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga. El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja.