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Y yo, sin poderlo remediar, no excluyo de mi amor por el linaje humano al pueblo de los Estados Unidos, donde hubo y hay hombres y cosas que me son simpáticos: elegantes é inspirados poetas como Longfellow, Russel-Lowell y Whitier; algunos pensadores, si poco originales, discretos é ingeniosos como Emerson, imitador de Tomás Carlysle; varios historiadores, aunque poco profundos, amenos y agradables de leer, salvo cuando tratan de sus propios asuntos, porque entonces suelen ser más pesados que el plomo; varios divertidos novelistas, y sobre todo, hombres de tan aguda inventiva que ya brillan como Edison, empleando la electricidad en no pocos útiles y pasmosos artificios, ya producen la máquina de coser, que siempre que la contemplo me deja embobado.

Los que tienen motivos sobrados para estar quejosos, apenados y tristes no somos, ciertamente, los que tenemos la conciencia libre de terrores fantásticos y a nuestro alcance la ciencia, que es el poder de hacer milagros efectivos, sistema Edison, Röntgen, Marconi, etc., etc., sino los fabricantes de terrores y milagros imaginarios, los sacrificadores de la verdad humana a la verdad divina, los ayer omnipotentes fulminadores de las iras y de las venganzas del Todopoderoso, hoy expulsados como leprosos mentales de la nación más adelantada de la Europa, y sin poder defenderse, porque aquella arma formidable con que gobernaron al mundo hasta el siglo XVIII la excomunión está reducida por el progreso de la razón humana al modesto rol de carabina de Ambrosio.

Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de wishky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica. Su nombre es Legión.

De noche, un hombre toca un botón, los dos alambres de la luz se juntan, y por sobre las máquinas, que parecen arrodilladas en la tiniebla, derrama la claridad, colgado de la bóveda, el ciclo eléctrico. Lejos, donde tiene Edison sus invenciones, se encienden de un chispazo veinte mil luces, como una corona.

Cuando la expedición al desierto las barrió definitivamente por la superioridad del rémington sobre la lanza, en 1879, el mismo año en que Edison descubría la luz eléctrica por incandescencia en el vacío, las tribus de pastores seminómades que poblaban la Pampa como ocupantes de territorios en común no conocían el derecho de propiedad individual sobre la tierra, pero sobre la choza y los enseres domésticos.

Es como si un español escribiese un libro sobre los Estados Unidos, y sin acordarse de Washington, de Franklin, de Lincoln, de Grant, de Emerson, de Poe, de Edison, de Chaning, de Whittier y de otros muchos ilustres personajes; de sus nobles y hermosas mujeres, de sus grandes ciudades, de sus monumentos, de su riqueza, de su prosperidad, de las bellezas naturales de su territorio, de la anchura del Hudson y del Misisipí, y del salto del Niágara, recordase sólo la abundancia de cerdos que se crían y se matan en Chicago y titulase su libro El país del cerdo.

Y lo que en él me inspira más afecto es que no fue un verdadero hombre de ciencia, frío y lógico, de los que usan la razón como único instrumento y desdeñan las otras facultades, sino un intuitivo, de más fantasía que estudios, semejante a Edison y a otros inventores de nuestra época, que tampoco son verdaderos hombres de ciencia y saltan del absurdo a la verdad, produciendo sus obras por adivinación, lo mismo que los artistas... Este hombre extraordinario y misterioso lo veo lleno de contradicciones y complejidades como un héroe de novela moderna; y lo prueba el hecho de que, transcurridos cuatro siglos, todavía se discute sobre su persona y no se sabe con certeza su origen.

Pero, más allá de diez varas en radio, nada hacía sospechar su presencia. Sin embargo, a nuestro embozado debió parecerle una lámpara Edison de diez mil bujías, a juzgar por el cuidado con que se subió aún más el embozo y la prisa con que abandonó la acera para caminar ceñido a la tapia del patio en que las sombras se espesaban.