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Cuando notamos que la tierra temblaba, corrimos, primero al jardín; pero venciendo la curiosidad, salimos a la calle y observamos a todo el mundo en las puertas de sus casas; caras llenas de espanto, gente que corría, mujeres arrodilladas, un pavor desatentado vibrando en la atmósfera.

Al entrar yo en el referido gabinete, he sorprendido a las dos arrodilladas, rogando y llorando ante Dios para que me consuele. ¡Qué dichosa me he considerado al ver la ternura y la sensibilidad de mis piadosas hijas! Pero ¡ay! ello no hace sino disgustarme más al ver que no puedo ocuparme como debo del porvenir a que son acreedoras, por las virtudes que atesora su corazón.

En la gran nave central del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos a mucha distancia; en las capillas laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en las sombras, se veía apenas grupos de mujeres arrodilladas o sentadas sobre los pies, rodeando los confesonarios. Aquí y allí se oía el leve rumor de la plática secreta de un sacerdote y una devota en el tribunal de la penitencia.

Dejó transcurrir un largo rato. Luego le agitó el deseo de verla otra vez, aunque fuese de lejos, y entró en la iglesia cautelosamente, queriendo evitar un encuentro prematuro. Fué avanzando entre una doble fila de bancos desocupados. Allá en el fondo estaban las mismas mujeres del otro día, siempre arrodilladas, como si su dolor no conociese el tiempo.

En el crucero, arrodilladas entre el coro y el altar mayor, veíanse varias monjas de almidonadas y picudas tocas cuidando de algunos grupos de niñas vestidas de negro, con lazos rojos o azules, según el colegio a que pertenecían. Unos cuantos militares de la Academia, gruesos y calvos, oían la misa de pie, apoyando el ros sobre el pecho de su guerrera.

Al derredor de la hoguera estaban arrodilladas en confusión como cincuenta personas, hombres y mujeres, viejos y muchachos, habitantes del lugar y bogas, y todos á un tiempo con una voz ronca y acompasada, pero excesivamente expresiva por su acento, cantaban un himno mortuorio!... Era el novenario de un vecino que habia muerto tres dias antes, y cuyo cuerpo estaba sepultado á poca distancia de allí.

De cuando en cuando sonaba el órgano, y su voz armoniosa se levantaba hasta la alta bóveda. Yo miraba por todas partes, a pesar de que el viejo Irizar me exhortaba a que estuviera con más devoción. ¡Qué fervor el de aquellas mujeres! Arrodilladas sobre sus paños negros rezaban con toda su alma. Eran algunas viudas de capitanes y de pilotos, y, al recordar el hombre perdido en el mar, sollozaban.

Había comenzado ya la novena. El pico de oro estaba en el púlpito diciéndola por un libro. El monaguillo le alumbraba con un trozo de cirio, porque la iglesia empezaba a quedarse oscura. Buen número de mujerucas repetían, arrodilladas sobre el pavimento de tierra apisonada, las palabras del exiguo eclesiástico, que salían arrastradas y gangosas de su boca, como es de rigor en casos tales.

Los murciélagos revoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su posesión del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la catedral a aquella hora como en su propia casa.

El sacerdote y Gabriel pasearon hablando por las silenciosas naves. No se veían más personas que un grupo de gente de la casa en la puerta de la sacristía y dos mujeres arrodilladas ante la reja del altar mayor rezando en voz alta. Comenzaba a extenderse por la catedral la penumbra de las rápidas tardes de invierno.