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No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.

Los murciélagos revoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su posesión del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la catedral a aquella hora como en su propia casa.

A Feli le parecía el ábside un salón de baile alumbrado con luces de colores: creía que todos los muertos, con trajes vistosos, sonrientes y sin infundir miedo, iban a mostrarse para intervenir en la fiesta. Los pájaros piaban en el inmediato jardín o revoloteaban bajo las arcadas, como atraídos por la hermosa iluminación.

Batiste pensó en su pequeño, en el pobre Obispo, que ya habría muerto. Tal vez este sonido tan dulce era de los ángeles que habían bajado para llevárselo, y revoloteaban por la huerta no encontrando su pobre barraca. ¡Ay, si no quedasen los otros... los que necesitaban sus brazos para vivir!... El pobre hombre ansiaba su anonadamiento.

Las aves marinas, atraídas por el resplandor rojizo de la iluminación de la villa, revoloteaban sobre los tejados y tendían sus alas hacia el mar, siguiendo la tortuosa calle de la ría hasta la inmensa plaza del Abra. Comenzaban á abrirse los establecimientos de la gente pobre; abacerías, tabernas y bodegas.

Llegué hasta el pie de los muros y presté atento oído a los rumores de su soledad, pero no más que el viento del norte que gemía débilmente en los patios interiores y el grito de las aves de presa que revoloteaban sobre las torres. En la parte exterior no encontré más que puertas rotas sobre sus goznes, grandes vestíbulos, sobre los que no se veían huellas humanas, y celdas desiertas.

Algo habría también de su alma en las espigas del trigo, en las amapolas que goteaban de rojo los flancos de oro de la mies, en los pájaros que cantaban al amanecer cuando el rebaño humano iba hacia el tajo, en los matorrales del monte, sobre los cuales revoloteaban los insectos asustados por las carreras de las yeguas y los bufidos de los toros.

Mientras torrentes de luz roja y azul le daban matices fantasmagóricos, revoloteaban a su alrededor, electrizados por su voz aguda y dominante, los enormes murciélagos hambrientos, ávidos de sorberle la sangre bajo su piel pintada y sudorosa. Pronto se cansó el público parisiense de Catalina y sus vampiros.

Sentíase trasfigurada en semi-diosa, sublimada por la pálida luz que la inundaba y el blanco tapiz que se extendía a sus pies, divinizada por el enjambre de altas y hermosas ideas que revoloteaban por su cabeza.

Las ardillas se apresuraron a ganar las ramas más altas para atisbar desde allí en seguridad, y los arrendajos, tendiendo las alas, revoloteaban a la delantera, como postillones, hasta que alcanzamos los arrabales de Sandy-Bar y la solitaria cabaña del director de la ceremonia. Visto aquel lugar, aun en circunstancias más placenteras, no hubiese sido un lugar risueño.