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Actualizado: 19 de mayo de 2025
Dorotea estaba transfigurada por el amor, por el sufrimiento, por la horrible decisión que á aquella casa la llevaba; su palidez mortal, la lucidez de su mirada, un no sé qué portentoso que emanaba de la dolorosa contracción de su boca, de lo grave, profundo y ardiente de su mirada febril; de aquellos hombros redondos, tersos, mórbidos, en que la vista parecía tocar una suavidad dulcísima; de aquel seno cuya parte superior no cubría el escote, agitado por una respiración poderosa, por un aliento de fuego; de aquellos brazos desnudos, modelados por Dios, de una manera tan bella, tan dulce, tan pura, que el cincel griego se hubiera detenido impotente al querer copiarlos; de todo su ser, en fin, emanaba tal magia, que la hermosura de Dorotea parecía divinizada, sobrenatural, hija de la imaginación, no real y efectiva; una de esas bellezas que se ven raras veces, que la mayor parte de los hombres no ven nunca, y que hacen creer al que las ve que han de desvanecerse como una sombra al ser tocadas.
Para unos se llama gloria ó amor, para otros ambicion ó interes de fortuna; para muchos es un misterio indefinible, un misticismo poderoso y sencillo al mismo tiempo, que se traduce en la adoracion de una imagen divinizada por el sentimiento. Pero en todo caso, la fe, con la esperanza, con alguna ilusion para alimentar sus ensueños ó sus recuerdos en los desiertos del Océano!
Sus labios parecían sorber la fluida claridad que bajaba del cielo. Ramiro se sintió como enloquecido ante aquella aparición. Todo su ser no fue sino un brusco frenesí, una llama que se estira para devorar el velo cercano. Era Beatriz la que estaba ante él, su Beatriz, su señora, divinizada por la magia de la noche y del silencio.
Sentíase trasfigurada en semi-diosa, sublimada por la pálida luz que la inundaba y el blanco tapiz que se extendía a sus pies, divinizada por el enjambre de altas y hermosas ideas que revoloteaban por su cabeza.
Además, al contemplarla tan hermosa, idealizada, transfigurada, casi me atreveré a decir, divinizada por el sufrimiento, sentía hervir mi sangre, latir mi corazón, abrasarse mi cabeza. Yo estaba loco. La misma fuerza de mi locura me contenía, impedía que yo lo olvidase todo, que empujase la débil puerta que me separaba de ella y que me arrojase en sus brazos. Yo blasfemaba.
Palabra del Dia
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