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Actualizado: 23 de mayo de 2025
Además, al contemplarla tan hermosa, idealizada, transfigurada, casi me atreveré a decir, divinizada por el sufrimiento, sentía hervir mi sangre, latir mi corazón, abrasarse mi cabeza. Yo estaba loco. La misma fuerza de mi locura me contenía, impedía que yo lo olvidase todo, que empujase la débil puerta que me separaba de ella y que me arrojase en sus brazos. Yo blasfemaba.
Sin saberlo, sin quererlo, ¡Dios mío! Lo que no impedirá que vayáis al patíbulo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Ya que habéis matado un hombre, matad una mujer, y nada os acontecerá. Pero ya os he dicho que no me atreveré nunca... ¡oh! ¡no! no tengo valor. No será necesario que la hiráis. No os entiendo. Un cocinero puede matar... ¡Ah! Con un guiso hecho por su propia mano...
« Si yo hubiese querido me dijo , es fácil dejar la vida, y los días del hombre pueden abandonarse como un vestido. Pero, ¿me atreveré a decírselo? era media noche; yo estaba sentado sobre esas piedras y dispuesto a romper el frágil talismán de la existencia, ocupaba mi imaginación en la contemplación de los tiempos pasados, uniéndolos todos en mi pensamiento.
Soy aficionado a pasarlo bien en este pícaro mundo. ¿Y quién no lo es? ¿Quién, pudiendo divertirse, opta por estar aburrido? ¡No, si yo no le recrimino a usted ni con los ojos ni de palabra! exclamó la joven sonriendo. Lo único que me atreveré a decirle es que valdría más que usted se divirtiera con placeres lícitos. No lo crea usted. Yo no he podido gozar jamás los placeres lícitos. Me aburren.
Que haya obras de esta clase en el día y cuáles sean, es lo que yo no me atreveré a decidir. La sentencia es ardua. La posteridad la dictará sin duda. Limitémonos nosotros a reconocer el mérito relativo de los que interesan, divierten o entusiasman con sus escritos, aunque sea durante corto número de años, a determinado número de personas, que llamaremos su público.
»Mirando desde allí hacia el piso principal de enfrente, se distinguía en primer término una mano; después un brazo, el cual estaba adherido á un admirable busto alabastrino, que sustentaba la cabeza de la joven, singularmente hermosa ¿Me atreveré á describirla? ¿Me atreveré á decir que era una de las damas más bellas, de más alto origen, de más distinguido trato que ha dado á la sociedad esta raza humana, tan fecunda en duquesas y marquesas?
«Tengo que ver, sin embargo, lo que hace», me digo, con el deseo secreto de admirarla a mi gusto durante su sueño. Pero, cuando, a hurtadillas, me aventuro a levantar un poco, un poquitito, los párpados, veo... ¡ah señores, siento frío en la espalda todavía!... veo sus ojos completamente abiertos, fijos en mí, feroces, devoradores, me atreveré a decir.
La pesadísima cuestión de Cuba atrae de tal suerte la atención del público, que parece inoportuno escribir de otra cosa que no sea de la pesadísima cuestión de Cuba o de algo que con ella se relacione. No me atreveré yo a decir que sea todo torpeza de nuestra parte. Diré, sí, que en esto de guerras civiles es y fue siempre tenacísima nuestra raza.
Basta ya por hoy. Otro día hablaré de otras razones menos disparatadas que alega el señor Merchán en favor de la guerra de Cuba. Ciencia exacta es la estadística. Yo no lo niego. Lo único que me atreveré á decir es que siempre que de estadística se trata, acude á mi memoria este cuentecillo.
Y para no cansarte, no digo aquí nada más de mi nobleza. Sólo me atreveré a indicar que todavía hay en España familias de las más altas clases, que se convirtieron a la religión cristiana en el siglo XV, y con las cuales me sería harto fácil probar mi parentesco.
Palabra del Dia
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