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El viento, cada vez más fuerte, trajo hasta la barraca un lejano eco de lamentos y voces furiosas. Batiste vió arremolinarse la gente en la puerta de la barraca lejana, y luego muchos brazos levantados con expresión de dolor, manos crispadas que se arrancaban el pañuelo de la cabeza para arrojarlo con rabia al suelo.

El pastor, tenido por brujo, poseía la adivinación asombrosa de los ciegos. Apenas reconoció á Batiste pareció comprender toda su desgracia. Tentó con el palo la escopeta que estaba á sus pies, y volvió la cabeza, como si buscase en la obscuridad la barraca de Pimentó.

Batiste sonreía irónicamente mientras hablaba Pimentó, y éste, al fin, pareció confundido por la serenidad del intruso, anonadado al encontrar un hombre que no sentía miedo en su presencia.

Le había oído arrastrarse del mismo modo un cuarto de hora antes, cuando intentaba sin duda matarle por la espalda, y al verse descubierto huyó á gatas del camino para apostarse más allá, en el frondoso cañar, y acecharlo sin riesgo. Batiste sintió miedo de pronto. Estaba solo, en medio de la vega, completamente desarmado; su escopeta, falta de cartuchos, no era ya mas que una débil maza.

Batiste, siempre inmóvil, miraba como un idiota las estrellas que parpadeaban en el azul obscuro de la noche. La soledad le reanimó. Empezaba á darse cuenta exacta de su situación. La vega tenía el aspecto de siempre, pero á él le parecía más hermosa, más «tranquilizadora», como un rostro ceñudo que se desarruga y sonríe.

Al distinguir á Batiste en medio del camino, el hombre fué retrasando su marcha y quedó lejos cuando Roseta llegó junto á su padre.

Se callaría el agonizante, dejando á sus amigos, los Terreròla ú otros, el encargo de vengarle. Y Batiste no sabía qué temer más, si la justicia de la ciudad ó la de la huerta. Empezaba á caer la tarde, cuando el herido, despreciando las protestas y ruegos de las dos mujeres, saltó de su camón. Se ahogaba; su cuerpo de atleta, habituado á la fatiga, no podía resistir tantas horas de inmovilidad.

Y Batiste, sereno, firme, sin arrogancia, reía de la inquietud de su familia, mostrándose cada vez más atrevido según iba transcurriendo el tiempo desde la famosa riña. Se consideraba seguro. Mientras llevase pendiente del brazo el magnífico «pájaro de dos voces», como él llamaba á su escopeta, podía marchar con tranquilidad por toda la huerta.

Y cuando, finalmente, aparecía Batiste, gritaban los pequeños de alegría, sonreía Teresa limpiándose los ojos, salía la hija á abrazar al pare, y hasta el perro saltaba junto á él, husmeándolo con inquietud, como si olfatease en su persona el peligro que acababa de arrostrar.

Brillaban los ojos, fijos en él con el fuego del odio; las cabezas, turbadas por el alcohol, parecían sentir el escarabajeo de la tentación homicida; instintivamente iban todos hacia Batiste, y éste comenzó á sentirse empujado por todos lados, como si el círculo se estrechase para devorarle. Estaba arrepentido de haberse quedado junto á los jugadores.