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Algunos olivos que sólo contaban trescientos ó cuatrocientos años se erguían con una arrogancia de juventud, frondosos y exuberantes, tendiendo sobre el suelo su sombra ligera, inquieta, casi diáfana, una sombra de cristal empolvado que cambiaba de sitio según el capricho del viento.

¿No teméis que llegue un día en que os pese de lo que hacéis? Algunas cosas horribles tengo hechas por ella, y todavía no me ha pesado; servidnos ahora, y después, cuando podáis, no tengáis compasión de ... pero ahora... haced lo que ella quiere. Y señaló á Lerma con toda la autoridad y la arrogancia de un señor despótico, la puerta que conducía á la sala.

Maravillosa por la arrogancia de su talle, por el brillo de sus grandes ojos africanos, por la delicadeza de su cutis, la hermosura de Fernanda había adquirido en París su complemento necesario, la gracia, el noble y sencillo ademán, el gusto para vestirse, la suprema distinción que en Lancia no hubiera logrado jamás. Su traje negro de seda dejaba descubiertos pecho y espalda.

Y con la arrogancia absurda de los enamorados que no reconocen la valía exacta de los obstáculos, montó á caballo é hizo una seña al pequeño para que le acompañase. De un salto se encaramó Cachafaz en la grupa, agarrándose á las ropas de Watson, y éste metió espuelas á la cabalgadura, haciéndola salir al galope.

Ramiro, cuya herida comenzaba a guarecer, hallábase sentado junto a la ventana que abría sobre el valle. El hombre entró lentamente y se detuvo ante él. Por primera vez le veía llegar con espuelas. Era lo único que denunciaba para el oído su andar silencioso. Melancólica arrogancia ennoblecía todo su porte, y sus gestos eran varoniles y refinados. Voy a dejarte exclamó.

Ellos respondieron que juntase consejo, y que en él veria los efectos de su determinacion. Dióse Tibaldo por entendido, y al otro dia hizo juntar el consejo, publicando que tenia cosas importantes que tratar en él. Vino Rocafort con la insolencia, y arrogancia que acostumbraba.

Si le hablé tan duramente dijo el conde sin levantar la vista, con acento de mal humor, fue porque estaba presente aquel señor tan empachoso. El pobrecito no dijo una palabra. Se estuvo lo mismito que un muerto. ¡Tendría que ver que dijese algo! replicó el conde con arrogancia. ¿Quién era ese señor? le pregunté por lo bajo a Isabel.

Y siguió trabajando, pero con más ardor, sin levantar la cabeza, deseando acabar cuanto antes. El Menut miraba a todos fijamente y se encogía de hombros con cierta arrogancia, como si, rota ya su timidez, le costara trabajo volver a recobrarla. Tono fue el primero en vestirse y salió acompañado hasta la puerta por los buenos consejos del amo, que él agradecía con cabezadas de aprobación.

Luego continuó con arrogancia: ¡Que digan lo que quieran! Yo deseo olvidar al mundo; que el mundo se olvide de ... Ya he muerto. Pero Miguel insistió en su rencor: El otro era tu hijo, y yo lo sabía. Este no lo es, y conozco el poder de seducción que ejerces, aun contra tu voluntad. Acuérdate del «banco de los viejos». ¡Ay!

Perdió el gusto de las francachelas en Puerta de Tierra, de la conversación, de la guitarra y las cañas y hasta de salir á la calle. Se hizo melancólico, taciturno, indolente: en sus miradas no brillaba aquella chispa de arrogancia que le daba ascendiente entre los hombres; de su boca no fluían las palabras chistosas y libres con que sometía á las mujeres.