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Gritó a Bautista que se quedara quieto; que no huyese si deseaba conservar la vida; desenvainó el estoque, ¡y lo acribilló a amagos y fintas, enganches y desenganches, quites y estocadas! ¡Y todavía, porque «ce frippon de Batiste» no gritaba a cada momento «touché», lo corrió hasta la cocina, cruzándole la espalda a cintarazos!

Los espectadores, contagiados por los del juego, se pasaban de mano en mano los jarros pagados á escote, y era aquello una verdadera inundación de aguardiente, que, desbordándose fuera de la taberna, bajaba como oleada de fuego á todos los estómagos. Hasta Batiste tuvo que beber, apremiado por los del corro.

Batiste hizo esfuerzos por librarse de esta pesadilla.

Si abandonó el camino, fué por llegar antes á la barraca de Pimentó. Alguien estaba en la puerta. La ceguera de la cólera y la penumbra crepuscular no le permitieron distinguir si era hombre ó mujer, pero vio cómo de un salto se metía dentro y cerraba la puerta de golpe, asustado por aquella aparición próxima á echarse la escopeta á la cara. Batiste se detuvo ante la barraca cerrada.

Y a todo esto, el tío Batiste, alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar con aquella calamidad. A pesar de esto, Sènto no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué?

La barraca sufrió una conmoción, y tal desgracia hasta hizo que la familia olvidase momentáneamente al pobre Pascualet; que temblaba de fiebre en la cama. Lloró la mujer de Batiste. Aquel animal alargando su manso hocico había visto venir al mundo á casi todos sus hijos.

Pero allí estaba Batiste como centinela de su cosecha, desesperado héroe de la lucha por la vida, guardando á los suyos, que se agitaban sobre el campo extendiendo el riego, dispuesto á soltarle un escopetazo al primero que intentase echar la barrera restableciendo el curso legal del agua.

Tan preocupado estaba con sus tierras, que apenas si se fijó en la curiosidad de los vecinos. Asomando las inquietas cabezas por entre los cañares ó tendidos sobre el vientre en los ribazos, le contemplaban hombres, chicuelos y hasta mujeres de las inmediatas barracas. Batiste no hacía caso de ellos. Era la curiosidad, la expectación hostil que inspiran siempre los recién llegados.

Batiste salió ciego del tribunal, con la cabeza baja, como si fuera á embestir, y Pimentó permaneció prudentemente á sus espaldas. Si la gente no se aparta, abriéndole paso, seguramente hubiese disparado sus puños de hombre forzudo, aporreando allí mismo á la canalla hostil. Inmediatamente se alejó.