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Actualizado: 24 de junio de 2025


Rocchio, que le tenía bajo su mano, no pensó en soltarle; deseaba averiguar muchas cosas, descifrar la charada de don Raimundo. Lo primero que hizo fué preguntarle por el negocio magno concertado entre ambos. Y entonces Esteven habló muy bajo, con misterio, como si tratara de un crimen y temiera verse descubierto. Mal, mi amigo; ¡buenos están los tiempos!

No me hagas tan tonta... No de dónde ha sacado usted... Para que lo sepa de una vez: No tengo nada. Me daría si me viera en una necesidad. Me ha ofrecido... pero yo no he querido tomarlo. Iba doña Lupe a soltarle otra andanada. «Valiente turrón te ha caído, grandísima idiota.

¡Batiste! ¡Batiste!... Vine pronte. Y Batiste corrió á través del campo, asustado por el tono de voz de su mujer. Luego vió que se mesaba los cabellos gimiendo. El chico se moría: bastaba verlo para convencerse. Batiste, al entrar en el estudi é inclinarse sobre la cama, se agitó con un estremecimiento de frío, algo así como si acabasen de soltarle un chorro de agua por la espalda.

12 Desde entonces procuraba Pilato soltarle; mas los Judíos daban voces, diciendo: Si a éste sueltas, no eres amigo de César; cualquiera que se hace rey, a César contradice. 13 Entonces Pilato, oyendo este dicho, llevó fuera a Jesús, y se sentó en el tribunal en el lugar que se dice el Enlosado, y en hebreo Gabata. 14 Y era la víspera de la Pascua, y como la hora sexta.

Esforzábase por aparentar serenidad, pero sus ojos revelaban haber llorado mucho, y su hermoso pecho, alzándose y deprimiéndose a intervalos muy cortos, daba prueba de agitación mal contenida. Tendió a don Juan la mano derecha, que él estrechó entre las suyas, y calladamente, sin soltarle, le guió hacia dentro. El pasillo era muy corto, y a su término había un cuarto de humilde aspecto.

Y la tía, sin soltarle, repitió su pregunta desolada: ¿Qué has hecho? ¿qué has hecho? ¡Alguien te ha aconsejado mal, te ha arrastrado al crimen, porque has sido siempre bueno, has sido honrado, honrado como tu padre y como tu abuelo! Tía, ¡por Dios!

Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado con ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis tenía un genio tan apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía por hacerla llorar. La veía el día de su matrimonio, vestida con su traje de raso negro (estaba aún de luto por su padre el marqués de Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de sus cabellos resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid que había asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza, se casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo yo, que he visto muchas en mi vidaEl mismo día se habían ido a viajar por los países extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese sintiendo, la impresión embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y dichosa de la existencia, que le produjo el hallarse repentinamente a solas con su amada, cuando el cochero dio un latigazo a los caballos y oyeron los adioses de los deudos y amigos que los despedían a la puerta del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras de aquel viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después, recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al tener el primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le causó teniéndole fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos momentos de angustia. Pero ¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se puso enferma y nunca más volvió a recobrar una salud perfecta. A pesar de esto jamás se había entibiado su amor.

Ello es que se le venían con frecuencia suma impulsos de tratar a Amparo como a las chiquillas de su aldea, las tardes de gaita; de pellizcarla, de soltarle un pescozón cariñoso, de echarle la zancadilla, de darle un varazo suave con la recién cortada vara de mimbre. Pero tan osados pensamientos no llegaban a realizarse nunca.

Salió Josefa a abrir. Como desde su famoso viaje no la había visto, se arrojó en sus brazos, la abrazó y la besó con afectada efusión. El ama se mostró muy poco contenta: la recibió con frialdad glacial; hasta se le conocía que luchaba consigo misma para no soltarle una rociada de desvergüenzas y darle con la puerta en las narices.

La hundió entre los hombros, como si quisiera hacerla desaparecer, para no oír, para no ver nada. ¿Pero dónde está Antoñico? Y Rufina, con los ojos ardientes, como si fuera a devorar a su marido, le agarraba de la pechera, zarandeando rudamente a aquel hombrón. Pero no tardó en soltarle, y levantando los brazos, prorrumpió en espantoso alarido.

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