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Corría un fresquecillo ligero y sano que agitaba los árboles. Las hojas marchitas se desprendían, giraban un momento y caían después como lluvia sobre el césped. Cuando el sacerdote elevó la Hostia, la gaita y el tambor tocaron con brío la marcha real, el hombre de los cohetes disparó profusión de ellos en un instante; la muchedumbre se inclinó aún más, hasta tocar casi con la frente en el suelo.

El gaitero con su gaita adornada con cintas de colores y el tamborilero desembocaban ya frente á la casa seguidos de un enjambre de niños. Allí se pararon para tocar la alborada. Los vecinos salían á las ventanas y á las puertas pintándose en todos los rostros la alegría.

Elena titubeó algunos segundos, luego partió á largos pasos, y cayó como un rayo sobre la señorita Campbell, á quien, sin embargo, causó la más agradable sorpresa; las dos niñas infortunadas, reunidas en fin para siempre, confundieron sus lágrimas en un tierno grupo, en tanto que la vieja y respetable señora Campbell se sonaba, produciendo el ruido de una gaita.

Julián se sentía tan muchacho y contento como el santo bendito, y salía ya a gozar el aire libre, acompañado de don Eugenio, cuando en el corro de los bailadores distinguió a Sabel, lujosamente vestida de domingo, girando con las demás mozas, al compás de la gaita. Esta vista le aguó un tanto la fiesta. Era a semejante hora la rectoral de Naya un infierno culinario, si es que los hay.

El constante movimiento de aquella multitud abigarrada producía una especie de titilación que deslumbraba. Todo era ruido y algazara. Aquí en un grupo bailaban al son de la gaita y el tambor unas cuantas parejas: allá en otro hacían lo mismo otras al toque destemplado de una zanfonia.

El viaje, aunque largo y difícil, no dejó de ser alegre. El tiempo estaba sereno; el sol todavía no molestaba gran cosa. Celesto iba armado de gaita. Andrés llevaba las provisiones. Cuando pasaban por delante de algún caserío, se detenían a instancia del seminarista; descolgaba éste la gaita de los hombros y comenzaba a soplar con furia.

El que quiera verse seguido de centenares y centenares de personas, vístase de azul, de encarnado, de amarillo, de verde, de blanco y de negro; cúbrase la cabeza con plumas de pavo real, de cuervo, de buitre, aunque sea de gallo ó de gallina; si no hay plumas, póngase la cola de una zorra, ó cosa semejante; toque luego un chinesco, un tambor, una gaita; toque unas trévedes ó un almirez, sino tiene á mano otros instrumentos; toque con fuerza, haga ruido, mueva estrépito, mucho estrépito, alarme las orejas de todo el mundo.... No tengais cuidado, no irá solo.

Al cesar por un momento las aclamaciones, percibíase el lloro de la gaita gallega, el gorjeo de las cañas árabes y el trágico aullido de la pobre hembra y su cría: «¡Pachín! ¡Lo echaron al agua!... ¡Padre! ¡padre! ¡Qué será de nosotros!...» El entusiasmo popular se comunicó a los pasajeros del castillo central.

Demetria hizo como se le mandaba. Cuando se estaba bañando los ojos con agua fresca llegó á sus oídos el penetrante son de la gaita y el redoble del tambor. Borróse súbita la melancolía de su rostro. Una dulce sonrisa volvió á esparcirse por él, y sin terminar de secarse salió apresuradamente al corredor.

Veíanse por los intersticios de las lonas gentes tendidas sobre el vientre, dormitando con la cabeza entre los brazos; mujeres que recosían ropas viejas, chicuelos persiguiéndose. Sonaba a lo lejos una gaita con dulce sordina, semejante a un lamento pastoril que lagrimease la melancolía de su destierro lejos de las praderas verdes. Hagamos una visita a nuestros amigos «los latinos».