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Después se dirigieron a Andrés muy finos. Cuando usted guste, caballero. Vamos allá... Adiós, D José... Celesto, hágame el favor de avisar a mi tío... Hasta la vista, señores. Los circunstantes le vieron marchar con asombro y tristeza. Antes de entrar en el lagar tropezó con Tomás. El paisano bajó la vista ante la mirada fija y provocativa del joven.

Se perdía una moza como un sol. ¡, del mediodía! Déjame pasar, Celesto. En seguidita; pero antes vas a decirme adónde vas. A Lada, ¿no lo sabes? Eso no es verdad: te vas a Marín a llevar fruta a tu tía, y de camino a ver a tu primo. ¡Buena gana tengo yo de ver a primos ni a tíos! Vamos, déjame paso, que llevo prisa.

Andrés se puso triste repentinamente, y caminaron en silencio hasta llegar a la posada, que estaba a la salida de la villa. Fueron a la cuadra, enjaezó Celesto los caballos, sacáronlos fuera. ¡En marcha, en marcha!... No; todavía no. Celesto no se siente bien del estómago, y se hace servir una copa de ginebra, que bebe de un trago, como quien vierte el contenido en otra vasija.

Tornaba Celesto a inflar los carrillos, y tornaba la gaita a exhalar sus notas penetrantes alegrando la campiña. Cuando salía de la aldea, se echaba otra vez el instrumento a la espalda. De caserío en caserío fueron subiendo hasta el paraje donde se celebraba la romería. Era una pradera en declive, cerca ya de la cima de una de las más altas montañas.

Por el contrario, Celesto parecía cada vez más alegre, y seguía con marcado interés todas las conversaciones, por necias y disparatadas que fuesen. A la tarde dieron con su cuerpo cerca de un grupo de muchachas que bailaban la giraldilla un poco apartadas del grueso de la gente. Detuviéronse a contemplarlas.

No tardaba en abrirse algún ventanillo y aparecer por él un rostro fresco y sonrosado que al ver a Celesto sonreía mostrando unos dientes admirables. ¿Eres , capellán? Soy yo, Josefina. ¿Qué vientos te traen por aquí?... ¡Ah! , la romería de la Peña; ya no me acordaba. ¿Te vienes con nosotros? No; iré hacia la tarde. Vente ahora, y te llevaremos en brazos. Soy muy pesada.

Yo tenía asuntejos que arreglar aquí, en Lada, y pensando venir hoy, se lo dije... Entonces me dijo: Hombre, Celesto, mañana puede ser que venga un sobrino mío en el tren de la tarde: ¿quieres llevar mi caballo por si acaso?... Oro molido que fuera, señor cura... ¡Vaya, que no faltaba más! Pero lo raro es que usted me haya conocido tan pronto.

Máxima arrastró consigo a algunas de sus amigas y a varios mozos con ellas. Llamaron después a un ciego que tocaba el violín, y debajo de los pomares, sin ser vistos de la gente, armaron un animado baile cerca del grupo de bebedores, donde Celesto y el excusador aún seguían dándose mutuas satisfacciones.

¿De veras, cielo? preguntó Celesto cogiéndola al mismo tiempo por la barba y clavándole sus ojos claros de besugo, encendidos por una chispa amorosa. Andrés consideró que debía salir a ver cómo andaban los caballos. No se habían movido del sitio; tranquilos, cabizbajos, abstraídos.

Sin embargo, los anuncios pavorosos de Celesto no tuvieron inmediato cumplimiento, gracias a la intervención de los bebedores. Al cabo de un rato, el seminarista y el excusador eran los mejores amigos del mundo, y se abrazaban y besaban tiernamente vertiendo lágrimas. Andrés se alejó del grupo riendo, y se puso de nuevo a jugar con Rosa y Máxima.