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Esta isla es notable por el volcán de su nombre que apareció el 30 de Abril de 1871 á unos 334 metros al SO. del pueblo de Catarman, y después que las llamas consumieron una gran extensión de bosque quedó reducida la acción volcánica á un pequeño cono de dos metros de altura que iba vertiendo lava hacia el mar, y ganando á la vez en altura y extensión; pero ha sido tal la actividad del cráter, que á los cuatro años de existencia tenía ya la altura de 427 metros sobre el nivel del mar, al cual había ganado media milla de extensión.

Más allá tal vez estaría un infinito piélago de color y de luz, de donde al amanecer surgiría la aurora vertiendo claridad y oro, zafiros y rubíes por el éter, y abriendo paso al resplandeciente carro del sol, que vendría en pos de ella. Tal vez eran sueños y delirios las opiniones de antiguos sabios griegos sobre la esfericidad de la tierra.

No se hizo cargo de los fragmentos de arquitectura decorativa, puramente neo-griega, por allí diseminados, ni conoció el estilo arábigo del ciervo de bronce que le estuvo una porcion de años vertiendo el agua en la pila del claustro de S. Gerónimo, cuando él hacia vida de monge. El citado D. Pedro Diaz de Rivas. Véase el Discurso primero de sus Antigüedades de Córdoba.

Me atrevo, pues, a aconsejar a usted, ya que es tan mozo y ya que no tiene motivo para quejarse de su malaventura, que no se meta todavía a predicador, ni se muestre tan adusto y desengañado, y que en otras novelas nos cuente lances y sucesos menos lastimosos y más agradables y dulces, vertiendo en su sátira, cuando a la sátira se incline, no hiel, sino sal y pimienta, que no la hagan amarga, sino picante y sabrosa.

El éxito de la fructificación, sobre todo en pequeñas plantas, es debido sin duda alguna á las magníficas condiciones de su cielo, combinadas con la manera de ser de su suelo. Las alturas de la isla de Guajan, por su aislamiento en medio del Océano, son un punto de atracción al cual afluyen las nubes vertiendo sus aguas los frecuentes chubascos que se forman en aquellas latitudes.

Era un Cristo muerto: la hendidura lívida del clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho; las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían en sus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpados caídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos y fijos.

La misma senda siguió después Fernán Pérez de Oliva, natural de Córdoba, maestro de filosofía y teología en Salamanca, vertiendo en prosa castellana, con la misma libertad, diversos dramas antiguos. No sólo suprimió cuanto quiso, sino que intercaló algo suyo, de ordinario con poco criterio, y tan opuesto á la rapidez de la acción como favorable era lo suprimido.

Se sentaba en su bufete; se colocaba delante el libro en blanco, donde iba vertiendo sus ideas conforme se le ocurrían, salvo el ponerlas más tarde en orden según un plan sabio y bien meditado; tomaba la pluma por último; pero todo era en balde. No se presentaba nada claro y concreto que decir.

Sin duda él, al entrar, se había de poner alegre viendo las flores. Las flores le gustarían mucho. ¡Qué sorpresa tendría!... Esto pensaba ella. Decididamente era una tonta. El fanático llegó y se acercó á la mesa; pero al poner en ella su sombrero, chocó éste con el vaso, que cayó al suelo, soltando las flores y vertiendo el agua en las mismas piernas del realista.

Pero ¡ah! cuando al versículo amenazador siguió el de la esperanza ¡con qué fe, con qué fervor escuchó la promesa de la infinita misericordia! ¡cómo, vertiendo copioso llanto, rogó a Dios, invocando su clemencia, que olvidase su justicia, recordando sólo su misericordia y su magnanimidad!