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Andrés, después de hacer plato a Rosa, se sirvió también con mano larga. ¿Se acuerda usted, amigo Celesto dijo metiendo un buen pedazo en la boca, de cuando usted me compadecía por no poder comerme un plato de jamón con tomate? Hombre, es verdad repuso el seminarista levantando los ojos con admiración. ¡Parece mentira lo que usted ha cambiado, D. Andrés! Todos le felicitaron.

El seminarista admiraba a estos hombres, agigantados por la nebulosidad de la historia antigua y las alabanzas de la Iglesia. Para él, eran los seres más grandes del mundo después de los papas, y aun alguna vez superiores a éstos.

El barrio de San Sulpicio, con sus calles tranquilas y silenciosas a la española y sus beatas de velo negro que pasan rozando los muros del Seminario, atraídas por el toque de las campanas, fue para el seminarista español lo que el camino de Damasco para el apóstol. El catolicismo francés, culto, razonador y respetuoso con los progresos humanos, aturdió a Gabriel.

El seminarista contemplaba satisfecho esta destrucción.

Estaba con la cabeza baja y el pensamiento en lejanía. ¡Pillo! murmuré, a pesar mío. No, no era un pillo corrigió la Pinta, volviéndose a mirarme con gesto dolido . No era cura todavía; seminarista nada más. Quería casarse conmigo. Nos escapamos. El padre de él le cogió. Mi madre no quiso admitirme en casa. Después, claro está.... Estoy segura que mi novio sigue queriéndome.

Las máquinas, los descubrimientos de las ciencias positivas, todo lo que no se relacionaba con la divinidad y la vida futura, eran bagatelas para entretener a gentes locas y sin fe. Y el antiguo seminarista, que despreciaba el progreso humano desde niño, como una ridícula mentira, quedó estupefacto viendo con qué solemnidad hablaba de él el catolicismo francés.

Además, nuestra presencia tal vez impidiera al buen Jeromo sorber la salsa que queda en la cazuela del guisado, y á su mujer pasar el dedo por la tartera de las tostadas para rebañar el azúcar, y al seminarista apurar «hasta verte, Jesús mío», el vaso de vino blanco. Volvamos á la misma cocina una hora más tarde.

No se les ocultaba que el autor de las chufletas era Alvaro Peña. Pero como siempre habían tenido a éste por un desalmado masón, capaz de beberse la sangre toda del clero de Sarrió, por no repetirse, le dejaron pronto para cebarse principalmente en Sinforoso. Las razones que tenían para ello, eran que éste había sido seminarista; por consiguiente, un traidor.

Por indicación del seminarista, muy versado en estos asuntos, bajaron al lagar de don Pedro, situado en el fondo del valle, a unos trescientos pasos del pueblo. Era un edificio rústico, que por un lado miraba a la pomarada y por otro a un vasto campo de regadío, en el cual, por ser el único sitio llano y despejado que había cerca, celebrábase la romería, con permiso de su propietario.

El joven replicó que, no pudiendo marcharse aquel día por estar descalzo el caballo de su tío, había venido a la fiesta de Marín, donde se había tropezado casualmente con Rosa. Mirole el seminarista como diciéndole: ¡a con esas! pero se calló respetuosamente.