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Mabel lo ama a usted. ¡Me ama! grité, dando un salto y sosteniéndome sobre un codo. No, pienso que debe estar usted en error. Ella me considera más bien como un hermano que como un amante, y ha aprendido, según creo, desde el primer día que nos conocimos en tan románticas condiciones, a mirarme como una especie de protector.

¿En la postura que yo digo? ¡Quiá!; no, señor. Estoy de baile, como iba el domingo cuando usté nos encontró junto á la fábrica del gas. Por cierto que no quiso usted mirarme. ¡Como iba usted tan entretenida!... ¡Si éramos ocho ó nueve! ¡Pero qué nueve, Teresa! Parecían ustedes un coro de Musas. Usté siempre poniendo motes á todo el mundo.

Teresa volvió a mirarme fijamente. ¿Está V. contento? ¡Vaya! ¿Va V. a gusto conmigo? Mejor que con nadie en el mundo. ¿No le estorbo? Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse. ¿No tiene V. nada que hacer ahora? Absolutamente nada.

Era tan horrible lo que iba a suceder, y tan lúgubres los preparativos del suceso, que, más por huir la tristeza que por amor al bello sexo, aunque no dejo de profesarlo, me coloqué debajo de uno de los balcones y me puse a mirar a cierta rubia, que no pagó verdaderamente mi atención dicho sea en honor suyo. ¡Por qué había de mirarme, cuando ni siquiera me iban a dar garrote!

A todos los cuartos, tío, para mirarme en todos los espejos. ¿No veis qué bien estoy? , en efecto, no estás mal. ¿No es cierto que con un traje bien hecho, tengo un lindo talle? ¡Lindísimo! respondió el señor de Pavol, besándome en las mejillas y encantado con mi alegría. ¡Ah! tío, ¡qué feliz soy! Opino que el caso extraordinario se presentará muy pronto.

Alguna ha habido que después de mirarme por encima del hombro, y de hacer mil enredos para no pagarme, ha venido aquí a pedirme dinero... ¿Y para qué sería?... tal vez para dárselo a su querido». Al soltar esta retahíla con un énfasis y un calor que declaraban hallarse muy poseída de su asunto, echaba sobre la infeliz postulante miradas ardientes.

Sentóse á la mesa, y habiendo oido decir que un vapor iba á partir para Barcelona, desapareció pocos momentos despues. Cuando fuí á bordo, al instalarme en un camarote, encontré al parsimonioso insular establecido en la tarima superior, tocándome la de abajo. Quise saludarle, á fuer de compañero de habitacion, pero no se dignó mirarme sino con la esquina de un ojo.

Y , ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.

Todos los de mi familia procedemos de «la calle». Cuando yo mandaba el Roger de Launa, una vez que estuve en Argel me detuve a la puerta de la sinagoga, y un viejo, luego de mirarme, dijo: « puedes pasar: eres de los nuestros.» Y yo le di la mano y contesté: «Gracias, correligionario

Le decía, sin voz, en secreto de inefable gracia: ¿Por qué has dado tantos gritos malos, alma de Julio?... ¿Por qué has dicho tantos pecados y tantas palabras feas?... ¿Por qué te has asomado a mirarme con odio, y por qué me has amenazado y me has perseguido?... ¿Por qué, di, maltrataste a mi Niño Jesús aquella noche?...