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Actualizado: 23 de junio de 2025


Como illo tempore no había coches de plaza, hubimos de ir a pie, preguntando por la Rúa Ruera, la calle donde está el palacio de Somavia. Ya en la calle, nos guió hasta la misma puerta del palacio un rapacejo pelirrojo, como de mi edad, que acompañaba a una niña. ¡Niña más delicada, dulce y hermosa...! El nombre del rapaz, Celesto; de la niña, Angustias. Fuimos amigos desde luego.

De esta suerte prosiguió vociferando y alejándose poco a poco, mientras Andrés levantaba del suelo a la víctima y la sacudía con la mano el polvo. Celesto se tocó por todas partes, a ver si tenía algún paraje del cuerpo magullado, y dijo exhalando un suspiro: ¡Qué gran yegua! Yo pensé que le había tirado a usted el caballo, porque pasó delante con gran rapidez...

En pie, a cierta distancia del corro, Andrés la contempló sin pestañear buen rato, siguiendo con atención sus movimientos. Celesto se había colado dentro de la giraldilla, y estaba causando entre las mozas mucha risa y algazara con sus dicharachos y muecas: las abrazaba, les pasaba la mano por el rostro cuando bien le venía, les pegaba fuertes empujones, sin que ninguna se diese por ofendida.

Cuando se cansaba de hablar, entonaba alguna canción picaresca con ribetes de obscena, que hacía reír no poco al joven cortesano. La alegría es contagiosa, como la tristeza. La de Celesto consiguió pegársele y llegó pronto a hacerle el dúo, poniendo en inusitado ejercicio las fuerzas de sus desmayados pulmones.

Cuando llegue el momento de que alguno de esos canallas ponga el pie en Cerezangos, ya verá cómo se le recibe.» Y ya tenía formado su plan estratégico y distribuídas las fuerzas: Linón y Celesto en lo cimero del prado; él con Manolete en lo fondero; los dos criados pastores en el centro como fuerza de reserva.

Rosa los reconoció en seguida: era una partida de mozos de Riofrío: entre ellos iba Celesto, gesticulando alegremente, con el descomunal sombrero de fieltro en el cogote. Los amantes dejaron escapar un suspiro de placer y se miraron risueños. Ya no me acordaba dijo Rosa de que mañana es la fiesta de Santa Teresa en Marín.

¡Eh, , Celesto! ¿Estás ahí? De un ángulo de sombra surgió un rapacejo pelirrojo, como de doce años: el aprendiz. Se acercó con la boca abierta. ¿Tienes algo que hacer? Nada. No hay encargos, ¿verdad? No, señor. Pues saca de paseo a la neñina, hasta la plaza de la catedral, que da el sol. Yo quedo aquí al cuidado.

Estos mozos van a la hoguera. ¿No vio qué alborotado iba Celesto, don Andrés? Y al recordar la grotesca figura del seminarista rió con toda su alma. Andrés, por contagio, también se dejó arrastrar hacia la risa.

El viaje, aunque largo y difícil, no dejó de ser alegre. El tiempo estaba sereno; el sol todavía no molestaba gran cosa. Celesto iba armado de gaita. Andrés llevaba las provisiones. Cuando pasaban por delante de algún caserío, se detenían a instancia del seminarista; descolgaba éste la gaita de los hombros y comenzaba a soplar con furia.

El escribano, D. Jaime y otro de los que allí se hallaban sostenían la causa de los vecinos y se oponían a que se les gravase, alegando que la fábrica aún tenía algunos fondos: el maestro y Celesto defendían la del cura. Al fin terminó éste su plática, y prosiguió la misa. Todos volvieron a sus primitivos puestos.

Palabra del Dia

rigoleto

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