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Subió el repechito de que había hablado Celesto, avanzó algo más, y al dar vuelta a un recodo del camino, ofreciose de improviso a su vista un espectáculo que le dejó suspenso. A sus pies, allá en el fondo, se columbraba un vallecito ameno y virginal, surcado por un riachuelo cristalino que hacía eses, dejando a entrambos lados praderas de un verde deslumbrador.

Mozos y mozas formaban pintorescos grupos dentro y fuera del pórtico, que empezaban a moverse en dirección al pueblo. En uno de ellos atisbó a la morenita que le había llamado la atención. Oiga usted, Celesto, ¿quién es aquella chica morena que está a la izquierda del hombre de la boina? ¿Cuál, la del pañuelo azul?

Después cerró la puerta y se guardó la llave, y, encarándose con Ángela, le dijo con acento amenazador: ¡Si tratas de darle una migaja más por la rendija, cuenta conmigo! Bajó de nuevo la escalera. Ángela se fue a un rincón a llorar. El Molino volvió a quedar en silencio. Por la noche supo Andrés en la taberna lo acaecido en el Molino. Celesto le refirió la escena con pelos y señales.

Como había ya alguna gente dentro del lagar, Andrés preguntó a la tabernera si les podían servir la comida en la pomarada. Respondió que , y acto continuo se colaron de rondón en ella. Mientras la recorrían de un cabo a otro para hacer tiempo, Celesto, llamando aparte a Andrés, quiso sonsacarle y enterarse del motivo de estar allí Rosa.

Entonces los nervios de Andrés no pudieron sufrir más. Soltose bruscamente de la rueda, y murmurando algunas palabras coléricas, se alejó del corro. Celesto le siguió inmediatamente, muy apurado. ¿No se lo decía yo a usted, D. Andrés? le dijo cuando le hubo alcanzado. ¿Por qué no ha querido usted hacer caso de ? ¡Al fin le ha dado la coz!

Gozaba yo entonces de hermosa libertad. Mis mejores amigos eran Celesto y Angustias, la hija de Belarmino. Pasábamos juntos dos o tres horas todos los días, bajo los arcos de la plaza en tiempo lluvioso, y los días serenos, de paseo en el parque o de excursión por las afueras, a coger flores y nidos, cazar grillos y pescar ranas. De Belarmino ya le he hablado.

¿Quién es? preguntaron el cura desde arriba y el ama desde abajo. ¡Casi nadie!... Su sobrino en persona, señor cura contestó Celesto. ¡Cáscaras! Me alegro... No pensé yo que sería tan puntual. Allá voy, allá voy ahora mismo... Pero ya se había adelantado la señora Rita, con su faz mórbida y pálida y la figura de perro sentado, a recibir al viajero con entusiasmo que rayaba en frenesí.

En las aldeas acaece a menudo que no son las más próximas y asequibles las romerías animadas; quizá por el deseo que nos arrastra a todos a vencer dificultades, aunque sea para divertirnos. Celesto vino a proponerle el sábado por la tarde la excursión a ella; se la pintó con tan hermosos colores que, aun a riesgo de fatigarse, consintió en ir, con tal que la vuelta no fuese de noche.

Mi padre no podía llevar con paciencia su postergación. Se perecía por atraer la amistad de los estudiantes y demostrarles que él, intelectualmente, era muy superior a aquel loco. Un día que yo le menté mis paseos con Angustias y Celesto, me prohibió que siguiese cultivando aquella compañía; pero, como no se enteraba de nada, no le hice caso.

Pues tila, querido, tila. ¿Qué quiere usted tomar, caballero? Un vaso de agua. Mientras Amalia lavaba el vaso en un barreño colocado al extremo del mostrador, Andrés la examinó a su talante. Los datos de Celesto le parecieron exactos. Era una moza de arrogante figura y buenos ojos, de brazos rollizos y amoratados; gorda y colorada en demasía.