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Una vez solas, Amalia tomó un libro y se puso a leer tranquilamente a la luz de un quinqué, mientras su hija, de rodillas en el ángulo más oscuro, sollozaba apagadamente. Tres o cuatro veces levantó aquélla la cabeza, dirigiendo su mirada colérica a las tinieblas del rincón, esperando que la chica gimiese más fuerte para lanzarse sobre ella. Trascurrió una hora, hora y media.

Y Pedro, de otras mujeres tan temido, era con la mayor tranquilidad puesto por Sol, ya a que le leyese la Amalia de Mármol o la María de Jorge Isaacs, que de la ciudad les habían enviado, ya, para unos cobertores de mesa que estaba bordando a la directora, a que devanase el estambre. , , hoy estaba muy hermosa. Dime, , espejo: ¿la querrá Juan? ¿la querrá Juan? ¿Por qué no soy como ella?

Tan sólo cuando la efervescencia de los saludos hubo calmado, Amalia la cogió sonriente las manos y exclamó mirándola de arriba abajo: ¡Sabe usted que son muy elegantes los trajes de duelo en París! Fernanda hizo una mueca de desdén.

Subámoslo, por lo pronto, para que se caliente un poco. ¡, , subámoslo! Y otra vez el resonante grupo se lanzó al patio y a la escalera de la mansión de los Quiñones llevando en triunfo el canastillo misterioso. Amalia estaba enmedio del salón inmóvil y pálida cuando se abrieron de nuevo las puertas. D. Pedro había sido trasladado ya a su alcoba por Manín y otro criado.

Los primeros tiempos de sus relaciones fueron agitadísimos para él, llenos de punzantes remordimientos y de goces embriagadores. Amalia iba de vez en cuando a la Granja. Por la noche en la tertulia daba cuenta de su visita en voz alta.

Después que todos fueron a estrechar la mano, del maestrante, formose un grupo enmedio del salón. Amalia, en el centro de él, despedía a sus amigas besándolas cariñosamente. Estaba pálida y sus ojos inciertos despedían miradas febriles. Al estrechar la mano del conde volvió la cabeza hacia otro lado, fingiendo distracción; se la estrechó con fuerza tres o cuatro veces para infundirle ánimo.

Y , ¿te quedas, eh? añadía Amalia uniendo su ceceo al de Lola . ¿Hasta cuándo, chica...? Pero te vas a secar.... ¡Esto es ahora un monasterio!

Amalia floreció enmedio de la total ruina de su casa. Ni su figura graciosa y delicada, ni su clara estirpe le valieron para llamar la atención de los hombres. El conocido desastre de la casa y la deplorable reputación de su padre y hermano pusieron en torno de ella una valla que ninguno se atrevía a saltar.

Jacinta se inclinó un poco hacia él, abriendo su abanico sobre las rodillas, y le dijo en tono muy cariñoso: «Amigo mío, es preciso que usted se cuide, y mire más por su salud. Esta tarde nos encontramos a Moreno Rubio en casa de Amalia, y me dijo que lo que usted padece no es nada; pero que si se descuida y no hace lo que él le manda, lo va a pasar mal.

Amalia la llamaba en vano. Sólo cuando ponía las manos sobre ella la niña lanzaba un grito de terror y metía la cabeza por el pecho. Entre Concha y María la planchadora habían estallado, a propósito de estos castigos, serias reyertas.