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Pero al mismo tiempo Amalia echaba de ver que sus pláticas eran frías, que el conde estaba taciturno y distraído muchas veces, mientras ella, con visible interés, hacía el gasto de la conversación y procuraba mantenerla viva. Aquellos amores le fueron interesando cada vez más: buscó las confidencias de ella y también las de él.

Y ayudándose de María Josefa, que sabía mejor que él a qué atenerse, mantuvo alerta la conversación algún tiempo sobre el escabroso tema. Luis estaba en brasas. Dirigía frecuentes miradas hacia el sitio de Amalia, como reclamando lo que estaba obligada a concederle. Levantose al fin la dama, se asomó a la puerta y tornó a sentarse.

Aunque no lo sea usted por la edad dijo Amalia interviniendo oportunamente para evitar rozamientos, lo es por la franqueza y espontaneidad de sus sentimientos, por la frescura de corazón que otros con menos años no tienen. Los niños aman con más sencillez y vehemencia que los hombres.

¿No le hará a usted daño este ruido? No... Me aburría mucho en la cama... Además, no quería privar a las chicas del único recreo que hoy por hoy tienen en Lancia. Muchas gracias, Amalia exclamó una jovencita que venía bailando y oyó las últimas palabras de la dama.

Uno de los más terribles martirios que la niña padecía era cuando Amalia se encaprichaba en que no llorase. Unas veces la dejaba gritar y gemir bajo los golpes: parecía que se gozaba en las lágrimas de la criatura, en oír sus ardientes súplicas repetidas entre sollozos; pero en ocasiones se empeñaba en que sufriese en silencio.

Eran tanto más ásperos éstos cuanto que vio claramente que Luis la había estado engañando mucho tiempo, le había fingido cariño cuando amaba ya a otra. La miserable traición de Amalia la sublevaba, le inspiraba horror y repugnancia; pero la del conde, tenía que confesárselo, la traspasaba de dolor y acrecía su pasión desmesuradamente. Supo, no obstante, mantener su dignidad a flote.

Se fue a Amalia y le rogó que le diese su abrigo por dos o tres días, a fin de que una de las modistas del pueblo le hiciese otros cuatro iguales. Exigiole, por supuesto, absoluto secreto, y la señora de Quiñones supo guardarlo.

También Amalia era creyente y aun pasaba en la población por piadosa; pertenecía a varias cofradías; era protectora de algunos asilos; hacía frecuentes regalos a las imágenes y se la veía acompañada de clérigos. Pero miraba aquella profanación con la mayor indiferencia. La religión era para ella cosa muy respetable, pero más respetables aún su voluntad y sus placeres.

Para explicar la herida de la mano y los cardenales que presentaba, Amalia, fértil en mentiras, inventó una historia que el doctor creyó o fingió creer. Estuvo entre la vida y la muerte algunos días. Amalia seguía con ojos inquietos el curso de la enfermedad.

Los ojos de Amalia se mostraban en tanto fríos, indiferentes; pero en sus labios había imperceptibles estremecimientos que revelaban el gozo cruel que sentía. En la tertulia reinó, mientras se efectuaba esta escena, un significativo silencio. Luego que Josefina hubo salido, la señora de Quiñones explicó a sus tertulios con naturalidad aquella mudanza.