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Conocía todas las fábricas, pero la mejor sin disputa era la de Tutau, de Barcelona. Elogió el artículo como si fuese, un viajante de la casa. A Luis se le conocía en la cara el hastío y el pesar de no hallarse sentado al lado de Amalia. Pero Emilita no se atrevió a colocarlo en esta forma, ni tampoco junto a Fernanda. Lo primero sería un escándalo. Lo segundo, una molestia para ambos.

Entonces era cuando realmente se mostraba la frialdad y ojeriza de la dama. Señora, Josefina no quiere ponerse el vestido verde. ¿Pues? Dice que está sucio. Amalia se levantó, fue al cuarto de la niña y, cogiéndola por un brazo y sacudiéndola rudamente, le dijo: ¿Qué orgullo es ése? ¿No sabes, muñeca, que en esta casa no eres nadie? ¿Que estás aquí por misericordia?

Fernanda se agarró con mano crispada al tronco de una magnolia. A la vuelta era Amalia quien hablaba. No es verdad eso. Ya te he dicho que para siempre hay un punto negro. Por más que pretendo forjarme la ilusión de ser la primera... ¡La primera y la última! Yo no amaré a otra mujer más que a ti. No sabes los celos que tengo del pasado. Cada día más. Di la verdad: ¿la has querido o no? No.

Amalia, que apenas le conocía, comenzó a observarle con viva curiosidad. Tanto se le había hablado de él, del cariño y respeto que profesaba a su madre, de su humor melancólico, de sus habilidades, de su piedad exagerada, que deseaba tratarle con intimidad; quería penetrar en el alma de aquel mancebo tan apuesto y tan inocente. No tardó en convencerse de que el amor aún no había prendido en ella.

Las espinas de la vida comenzaron a clavarse cruelmente en las carnes delicadas de aquella niña, que hasta entonces sólo flores había hallado en su camino. El despego de Amalia fue creciendo de día en día. A la par crecía también la reserva y la timidez de su hija. Pero como al fin era niña, esta tristeza disipábase a veces al impulso de un capricho.

Hállase tapizada toda la pieza de rica tela azul muy oscura, con grandes flores de lis, y las iniciales A y B entrelazadas y realzadas en terciopelo; cuatro grandes retratos de Carlos IV y María Luisa, Fernando VII y la reina Amalia III ocupan los huecos correspondientes a uno y otro lado de las puertas de la cámara y la Saleta.

Porque esos dos tienen una lengua muy mala. ¡Dios nos libre de ella! repuso la solterona sonriendo también con alegría maliciosa, mirando al mismo tiempo a la joven con la benevolencia condescendiente con que se mira a las criaturas inocentes. Pero ¿quién suponen que es su madre? ¿Quién ha de ser? Amalia... ¡Silencio! dijo apresuradamente, bajando más la voz. Quedó estupefacta.

Por la tarde llegó Jacoba con misterio y le entregó un billete de parte del conde. ¿Qué quiere de ese hombre? preguntó sorprendida y en tono despreciativo. No lo , señorita. Escribió la carta en mi casa y allí espera contestación. El billete del conde decía: «Amalia, que nuestra hija se halla en peligro de muerte.

Dijo el sacristán que, cuando en 1828 Fernando VII y la reina Amalia, su esposa, volvían de las Provincias Vascongadas, desearon ver é hicieron descubrir los restos de la ilustre hija de Alfonso VI de Castilla, y que fué de admirar entonces la extraordinaria longitud del esqueleto. ¡Nada menos que nueve palmos debió de tener de estatura la infortunada esposa del Batallador!

Contestó Amalia con otra más leve. El caballero giró sobre los talones y salió.