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Sobre la ojeriza trivial de pueblo y de historia, venera mi alma todo lo que puede enjugar una gota de llanto. ¡Ojalá que en Francia no se conociesen las lágrimas de la miseria, y que el mundo entero, toda la tierra, España tambien, tuviese un libro en donde estudiar ese caritativo secreto, ese bálsamo milagroso de profundas llagas sociales! Pero ¡ay! repito.

Lo que él no podía soportar eran las picardías que le decían en los diarios, y tanta ojeriza les había cobrado, que no quería ya leerlos; y todo porque no se bajaba de la higuera; porque llegó al Ministerio poco menos que tronado y ahora se había hecho de propiedades, así rurales, como urbanas, y había piloteado en el Congreso a algunos amigos, partiendo con ellos las ganancias de las diversas concesiones aprobadas, y recibido unos miserables miles de pesos de una compañía extranjera, por el despacho de un asunto, empantanado hacía años, y otros miles más por un decretito, que a nadie perjudicaba y favorecía a un honrado industrial; y porque tenía sus corredores en la Bolsa, bien amaestrados, y en los Bancos vara alta, y colocaba a los parientes, y daba a los amigos.

En cambio, tenía marcada ojeriza a los ríos. El aire del río le ponía ronco. La humedad le daba dolores de reuma. Las nieblas le sofocaban y le ponían asmático. Eso de que el aire fuese en ellos «encallejonado», le inspiraba una aversión y un desprecio indecibles. Don Melchor dormía poco.

Encerréme conmigo, y allá en mi encierro me siguió el mundo, y me siguieron mis pasiones. Amé: ¡nunca hubiera amado! porqué amé á vuestra hija. Hizo un movimiento de impaciencia Lerma. Y vuestra hija me amó. Movióse con doble impaciencia el duque. Y no fué mía porque no quise que lo fuese. ¡Oh! exclamó con disgusto Lerma. No podía serlo; para querida me daba lástima, para mujer ojeriza. ¡Cómo!

-Así es -dijo don Quijote-; que ése es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.

Máximo y el Marqués irán conmigo, y los tíos me perdonarán. MÁXIMO. No es ojeriza: es odio recóndito, inextinguible. PANTOJA. Odiarte no. Mis creencias me prohíben el odio. Cierto que entre nosotros, por causa de tus ideas insanas, hay cierta incompatibilidad... Además, tu padre, Lázaro Yuste, y yo, ¡ay dolor! tuvimos desavenencias profundas, de las que más vale no hablar ahora.

Debéis tener mucha confianza en que vuestro oficio de bufón os saque á salvo de todo dijo con una cólera mal reprimida doña Clara. Me habéis tomado ojeriza sin razón. No tengo más que una cosa que deciros: mirad cómo tomáis mi nombre en vuestros labios.

Un mandato expreso de la reina, la obligaba á presentarse como madrina en el cuarto de una joven dama de honor, á quien, como sabemos, tenía ojeriza, á quien llamaba intriganta y enemiga del duque de Lerma. Pero lo mandaba su majestad y era necesario obedecer.

Escuché su discurso en actitud contrita y humillada, querido cura, pero al final, que fue muy bien dicho, mi carácter indómito dio a la razón un cuerpo desairado, una nariz larga, romana, y una fisonomía seca y desabrida: este personaje se parecía a mi tía de tal modo, que incontinenti tomé ojeriza a la razón. Tal ha sido el resultado de la elocuencia desplegada por mi tío.

Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre.