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Manín para aquí, para allá: el grosero aldeano se había hecho famoso no sólo en Lancia, sino en toda la provincia. Aquel calzón corto, aquella media blanca de lana con ligas de color, chaqueta de bayeta verde y sombrero calañés, le daban un aspecto original en la ciudad, donde por milagro se veía ya un hombre con este arreo.

Todos estaban sentados menos Paco, que daba vueltas por la sala contándoles la broma que había dado la otra noche en el teatro a Manín, el mayordomo de Quiñones. Desde que éste había quedado paralítico, su famoso acompañante andaba sin sombra por la ciudad.

Las miradas de los tres se volvieron hacia él. Porque Manín es un bruto que no sabe jugar más que a la brisca dijo D. Pedro riendo. Y al tute manifestó el gañán, desperezándose groseramente, abriendo una boca de a cuarta. Bueno, y al tute. Y al monte. Bien, hombre, y al monte también. Y se pusieron a jugar sin hacer más caso de él. Pero al cabo de un momento volvió a decir: Y al parar.

La niña fue a ponerse detrás de una silla; desde allí, perseguida por Amalia y por Concha, corrió alrededor de la mesa; por último, se refugió detrás del mayordomo. ¡Manín! ¡Manín, por Dios me escondas! Pero éste la sujetó por un brazo y la entregó a la señora. Tomáronla cada una por una mano y la arrastraron, apesar de sus gritos penetrantes. ¡A la cueva no! ¡A la cueva no! ¡Madrina, perdón!

Era una de las cosas que más sorprendían a los forasteros, sobre todo viéndole alternar en cierto pie de igualdad con los señores de la población. No sólo por respeto al maestrante, sino porque les hacía mucha gracia las salidas brutales de Manín, éstos se perecían por llevarle en su compañía.

¿Y ahora? ¿Qué dices ahora, Zapaquilda? ¿Dónde están esos hígados? ¿Dónde esas manos? Anda, bruja, pide perdón; si no, te dejo caer como una rana bramaba el cazurrón, zarandeándola en el aire. ¡Déjame, Manín! ¡Déjame, burro! ¡Habrá cochinazo! ¡Mira que grito! Al fin la puso delicadamente en el suelo.

Si entraba en un café, Manín se atracaba de cuarterones de vino tinto mientras él solía beber con parquedad una copita de moscatel. Pero siempre pedía una botella y la pagaba, aunque la dejase casi llena.

Pero Manín se incorporó un poco en la butaca y dijo restregándose los ojos con los puños: Nunca tuve más que un dolor en la paletilla. Me dio cargando un carro de hierba y me duró más de un mes. No probaba bocado. Parecía que tenía allá dentro una gafura que me iba royendo el cuajo.

Añadían que Manín había sido siempre un zampatortas hasta que D. Pedro había tenido el capricho de sacarle de la oscuridad. La imparcialidad nos obliga a estampar esta opinión, que desde luego suponemos infundada.

Formaban la comitiva, entre otros, el novio, el propio capitán Núñez, con aquellos de sus compañeros menos propicios al sexo femenino, Granate, D. Enrique Valero, Saleta, Manín y otros pocos. Al conde no se le pudo arrastrar porque no se le halló. Se dijo que estaba dando órdenes a los criados y vigilando algunas obras allá lejos, pero no se le halló tampoco en ellas.