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Manín se sentó de nuevo para engullir el pan que quedaba y beber otro vaso de lo blanco. Josefina mientras tanto sollozaba en un rincón, llevándose las manos heridas a la boca, palpándose las mejillas acardenaladas por los ballenatos. Manín se dignó echar hacia ella una mirada.

Más lógico es suponer que el célebre Manín era, como todos los hombres que logran sobreponerse a la multitud, víctima de las asechanzas de la envidia. Refería Paco, con el desenfado procaz que le caracterizaba y del que no prescindía ni aun hallándose entre damas, cómo había llevado a Manín al palco proscenio que con otros amigos tenía abonado en el teatro.

Hay que advertir que para Manín se llamaban macarrones todos los manjares que no conocía, lo cual caía muy en gracia al maestrante. Mientras terminaba tan dignamente aquella comida indecorosa no cesaba de murmurar pestes contra ella, haciendo responsable en parte a D. Cristóbal, a quien dirigía de vez en cuando desde un rincón largas miradas de rencor.

Pero sin pararse a atar otra vez la cinta, echando una mirada de profundo rencor a la chica, salió de la estancia sujetándolas con las manos. ¡Buena la has hecho, buena, buena, buena! exclamó Manín, tallando con primor el bocado que iba a llevar a la boca.

Una, que estaba más pálida que las otras, avanzó y exclamó con trabajo: ¡Qué miedo! ¡Madre mía, qué miedo! Creí que me moría... porque mire usted, el oso... ¡el oso era horrible! En tal estado de sobresalto se hallaba, que no pudo articular más que palabras incoherentes. Entonces la resuelta Consuelo avanzó a su vez y dijo con voz firme: Verá usted, Manín.

De otro lado se ven figuras de una personalidad especial: aquí Nana-Sahib en gran pompa y fumando en su pipa llena de pedrerías, sentado á estilo oriental; allí O'Connell, en la actitud del orador; mas acá Abd-el-Kader, con su sable de árabe defendiendo la independencia de su pueblo; allá Manín ú otro de los mártires de la libertad que han personificado una causa.

La doncella, jadeante, desgreñada, frunciendo mucho las cejas para aparecer más enfadada, decía con voz anhelante: No tienes vergüenza, Manín. Si no fuera mirando a la casa donde estamos, te tiraba este quinqué a las narices y te las rompía, por bruto y por insolentón. A lo mejor están los criados oyendo todo esto, y ¿qué dirán? ¡Quita, quita allá!

Le guardaba muchas menos consideraciones que a Manín. Pero lo que verdaderamente dejó estupefacta a la población y se prestó a sin número de comentarios y chufletas fue lo que D. Pedro hizo, poco después de llegar de Madrid, en cierta solemnidad religiosa. Se presentó en la iglesia con uniforme blanco cuajado de cordones y entorchados, que debía de ser el de maestrante de Ronda.

No me vuelvas a decir palabra, porque no te contesto. ¡Eso! Grita ahora, fachendosa, después que te hice ver a Dios roncaba Manín con sorna, mirándola de reojo y sobándose la barba. ¡Si no te quitas de mi vista, baldragote!... exclamaba la diminuta criada, pasándole a su despecho relámpagos de risa por los ojos.

Manín habrá visto bien por todos lados a Concha. ¿Verdad, Manín, que la has visto cómodamente? Avanzó unos pasos. La niña retrocedió asustada. No tenga miedo, señorita. Tranquilícese usted, señorita. Yo no vengo aquí a azotarla. Eso de los azotes es muy antiguo. ¡Quién se acuerda ya de azotes!