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Por la noche, cuando don Ramón, rendido por la lucha con el insaciable demonio que le arañaba las entrañas, roncaba dolorosamente con un estertor que silbaba en sus pulmones y un reguero de baba en los tristes bigotes, doña Bernarda, incorporada en la cama, los flacos brazos sobre el pecho, le miraba ceñuda, con unos ojos que parecían apuñalarle y rogaba mentalmente: ¡Señor! ¡Dios mío! ¡Que se muera pronto este hombre! ¡Que acabe tanto asco!

Tenme lástima, literato. ¡Yo estoy ebrio de vino, es verdad, pero lo estás de deseos y de impotencia...! Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba. ¡Ahora te conozco exclamé, día 24! Una lágrima preñada de horror y desesperación surcaba mi mejilla ajada ya por el dolor.

¡Muchísimo más gorda! continuó el ratón imperturbable , y toda rollada, rollada, rollada, que cabía allí debajo..., ¡y durmiendo como una santa de Dios! ¿Pero roncar, no roncaba? La condenada acudía al olor de la leche..., y valió que le dio idea de esconderse en el chapeo..., que las intenciones bien se las conocí.... ¡eran de metérseme por la boca, con perdón de las barbas honradas!

Con los ojos abiertos como los de un ratoncillo, esperó que llegase el día. Esa noche dormía en su cuarto, con miss Mary. Porque, cuando no sintiera dolores, dormía en su cuarto, con miss Mary, esa dormilona que roncaba como un fuelle. Cuando los sentía, dormía junto a la cama de su mamá, y esto era un consuelo.

Clara yacía inmóvil; a pesar de todas sus desdichas, era una bellísima desposada, pero al otro lado de la puerta cerrada con cerrojo, el coronel roncaba con violencia en su lecho improvisado. El pequeño pueblo de Génova, en el Estado de Nueva York, ponía de manifiesto la semana anterior a la Navidad del año 1870, aún más que de costumbre, la amarga ironía del nombre que le dieron sus fundadores.

Entonces, aprovechando su ausencia, iba en busca del adorado instrumento y á solas y á oscuras en la cocina de su casa se daba un hartazgo de malagueñas, peteneras y soleares, mientras su buen padre, otro aherrojado como él, roncaba como un bendito allá arriba. Como estaba allí su grande amigo Nolo, se quedó un rato de tertulia mientras cenaban.

Roncaba el ama de llaves, roncaba don Silvestre, roncaban los criados y el gato y el perro; silbaba el viento, bramaba la cellisca contra las inseguras ventanas, y más que visión placentera, parecía aquel cuadro escena de conjuro, ó ensueño de calenturiento. ¡Entonces que pensó en su gabinete de Madrid y en los salones del mundo y en el teatro de la ópera!...

Representaba para él un placer exquisito dejar que se deslizase el tiempo sentado en un diván que aún parecía guardar la huella del cuerpo de Julio, viendo aquellos lienzos cubiertos de colores por su pincel, acariciado por el calor de una estufa que roncaba dulcemente en un silencio profundo, conventual.

El mismo valentón, temiendo al aperador, había arreglado el asunto declarando sentenciosamente que los tres eran igualmente valientes, y que entre valientes no deben existir cuestiones. Y juntos habían bebido la última copa, mientras la Marquesita roncaba debajo de la mesa, y las muchachas, aterradas por el susto, huían a la gañanía.

Continuamos hablando un buen rato; el viento soplaba todavía, e Ingomar roncaba en su lecho de pieles, cuando resonaron en la calle ruedas y herraduras y el relinche de caballos. Era la diligencia del correo. Partenia corrió a despertar a Ingomar, y casi simultáneamente el galante conductor se apareció ante , llamándome por mi nombre y convidándome a beber de una misteriosa botella que llevaba.