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Y si no, tiende un poquito la vista sobre todo lo que conoces en derredor de ti: es un semillero de comprobantes de mi modo de pensar sobre el caso. Otra máxima: «el amor se alimenta de deseos, de privaciones y de contrariedades; dale todo cuanto pida, sin cortapisas y a pasto, y cátale muerto en dos días; y muerto por hartazgo de prosa, que es, de todos los hartazgos, el más abominable.

Y en esta existencia de vanidades satisfechas hasta el hartazgo, sólo una cosa le interesaba, por su variedad infinita, por sus fases, que parecían repetirse monótonas, pero en realidad eran distintas para los inteligentes de exquisito paladeo: el amor. Compréndeme, Miguel; no te rías en tus adentros. Me conoces demasiado para imaginar que yo puedo creer en el amor como la mayoría de los mujeres.

Pero tampoco en este reparo debemos detenernos: la muerte por hartazgo de felicidad es envidiable. ¿Le parece a usted que solemnice las paces con ellos comiendo juntos aquí? Antes con antes. Mañana mismo. Yo empezaría con unos preliminares esta misma noche. No, señor: esta noche, y aun esta tarde, las necesito yo para negociar con Nieves y ponernos de cabal acuerdo los dos.

Entonces, aprovechando su ausencia, iba en busca del adorado instrumento y á solas y á oscuras en la cocina de su casa se daba un hartazgo de malagueñas, peteneras y soleares, mientras su buen padre, otro aherrojado como él, roncaba como un bendito allá arriba. Como estaba allí su grande amigo Nolo, se quedó un rato de tertulia mientras cenaban.

También acampaban frente a esta cara de Madrid, que era la más hermosa, los vagabundos, los desesperados, los abortos de la sombra, toda la muchedumbre que él había visto una noche, con los ojos de la imaginación, rondando en torno de los felices, de la caravana dormida en el beatífico sopor del hartazgo.

Preguntó a su nieto cuánto necesitaba para salir de su situación. Si fuese poco, tal vez ella podría servirle... tal vez encontrase quien le prestara hasta cinco duros. Necesito mucho, abuela.., mucho. Nada tenemos; nos hace falta todo. No, no me sirven esos cinco duros; hartazgo hoy y hambre mañana.

Pero esta delicia de la vanidad satisfecha no tenía que ver con su propósito firme de buscar en Ana, en vez de grosero hartazgo de los sentidos, empleo digno de la gran actividad de su corazón, de su voluntad que se destruía ocupándose con asunto tan miserable como era aquella lucha con los vetustenses indómitos.

El tío Goro de Canzana era un hombre solemne, instruído, que fumaba en pipa y dejaba crecer la barba por el cuello á guisa de corbatín. Hablaba poco, como todos los hombres que reflexionan mucho, pero sus palabras eran oráculos, sobre todo para su digna esposa la señá Felicia. No tenía más que una pasión en su vida: la lectura. Durante la semana no podía satisfacerla: las faenas agrícolas en que se ocupaba lo impedían. Pero así que llegaba el domingo solía darse un hartazgo que le dejaba consolado y esclarecido hasta el domingo siguiente. Después que salía de misa se pasaba por casa del capitán.

En las épocas en que don Juan tenía buen apetito, Mónica se lo satisfacía con escogidos platos, que jamás le proporcionaron indigestión ni hartazgo; cuando desganado, le excitaba el hambre comprándole y condimentándole moderadamente lo que mejor pudiese regalarle el paladar.

Mientras él pagaba el escote contando chascarrillos, en la gran mesa de la cocina, que desde el casamiento de don Pedro no usaban los amos, se veían, no lejos de la turbia luz de aceite, relieves de un festín más suculento: restos de carne en platos engrasados, una botella de vino descorchada, una media tetilla, todo amontonado en un rincón, como barrido despreciativamente por el hartazgo; y en el espacio libre de la mesa, tendidos en hilera, había hasta doce naipes, que si no recortados en forma ovada por exceso de uso, como aquellos de que se sirvieron Rinconete y Cortadillo, no les cedían en lo pringosos y sucios.