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Mis ojos se deleitaron contemplando en la inmensidad de la tierra las siluetas de los grandes conventos, a cuyo amparo protector un pueblo, a quien todo se lo dan hecho, puede esparcir su gran fantasía por los espacios de lo soñado y buscar lo ideal en la única región donde existe; sin cuidarse de desempeñar papeles más o menos difíciles en la sociedad, sin cuidarse de su persona, ni de los molestos accidentes del escenario humano, que se llaman posición, representación, nombre, fortuna, gloria... Quise saciar mi ardiente anhelo de conocer este beatífico estado, y aquí me tiene usted en él.

Tal parecia como si escuchásemos el sublime, el inefable concierto del Sinay. Ya percibíamos la armonía de coros de voces infinitamente finas, infantiles, como si cantasen cien querubines invisibles desde las profundidades áereas de un mundo beatífico; ya sentíamos la queja lastimera, el gemido amante y profundo, el susurro vago, casi imperceptible, como un soplo del zéfiro.

El capital triunfante y beatífico estaba compuesto de predios rústicos y urbanos y de valores públicos muy seguros; todo ello, hasta donde cabe en la inestabilidad de los casos, al abrigo de los vaivenes, golpes y reveses de la fortuna.

El catalán sonreía de un modo beatífico, acabando de decir esto. Un silencio lúgubre siguió a sus palabras. Quién más, quién menos, todos estábamos irritados de tal desvergüenza, y teníamos los ojos puestos en el plato. Al cabo de algunos segundos, Cueto levantó la cabeza, y encarándose con él, le preguntó con impertinencia: Oiga usté, señor Llagostera, ¿su padre de usté era de Cabra?

Excitada de súbito mi imaginación, me consideré ya como novio de la monja, y saltando por encima de todos los pasos que debían, como es lógico, preceder a este beatífico estado, me recreaba pensando en la originalidad de conducir al tálamo a una religiosa.

También acampaban frente a esta cara de Madrid, que era la más hermosa, los vagabundos, los desesperados, los abortos de la sombra, toda la muchedumbre que él había visto una noche, con los ojos de la imaginación, rondando en torno de los felices, de la caravana dormida en el beatífico sopor del hartazgo.

A la parte más pequeña, aunque suficiente para el fin a que ella la destinaba, llamó capital triunfante y beatífico. Y a la otra parte, muchísimo mayor, llamó capital militante.

Pero en obsequio al administrador, debe quedar consignado: 1.°, que los dos prados del beatífico propietario, eran de una manda hecha por la piedad de un abuelo de mi tío; y 2.°, que éste, en honor del santo, gastaba todos los años, sobre los doscientos reales que producían las fincas, otros cuatrocientos de su bolsillo, en lo cual se creía, y con razón, muy honrado. Y se comprende muy bien.