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Detrás se percibían esfumadas en la sombra las siluetas de quince ó veinte monteras que cobijaban las cabezas de otros tantos jóvenes de los altos de Villoria. Su llegada produjo cierta sensación en los grupos cercanos, pero muy particularmente en nuestras zagalas, que hicieron un movimiento de sorpresa.

Una copiosa nevada blanqueaba matorrales, plantas, paredes y palos de telégrafo; ponía estrecho cerco a la dulce capital italiana, arremolinábase alrededor de las enormes columnas dóricas de madera en la casa de correos y en el hotel, suspendíase de las persianas verdes de las mejores casas y empolvaba las siluetas angulosas, rígidas y oscuras de sus vías.

A la hora del almuerzo, los pasajeros comieron apresuradamente, deseando volver cuanto antes a la cubierta. Esperaban ver Buenos Aires de un momento a otro. Se iba aproximando el trasatlántico a la ribera argentina. No alcanzaba a distinguirse ésta por ser muy baja, pero sobre la línea del agua extendíanse algunos borrones horizontales, siluetas de lejanas arboledas.

Por eso se han desprendido del volumen, como páginas de antología popular, las siluetas del Rastreador, del Baqueano, del Gaucho malo y del caudillo silvestre, de las cuales Sarmiento dice que han quedado como la introducción de Volney a las «Ruinas de Palmira»... Sarmiento admiraba, en efecto, a Volney, y acaso no fué del todo extraña esa obra, lo mismo que la de Walter Scott, Víctor Hugo, Fenimore Cooper y Chateaubriand, a la formación de sus gustos como narrador.

Arriba, sobre los tejados, cubriendo la plaza como un toldo de apelillado raso que transparentaba infinitos puntos de luz, el cielo del verano con su misteriosa y opaca transparencia. En los obscuros balcones distinguíanse, entre los tiestos de flores y el botijo puesto al fresco, confusas siluetas ligeras de ropa.

Acercó entonces Melín su silla a la ventana, y contempló la ciudad de Wingdam, a la sazón pacíficamente dormida bajo sus duras siluetas y chillones colores, armonizados por la luz que la luna derramaba sobre el panorama. En medio del nocturno silencio, oíase el murmullo del agua en los canales y el suspiro del aire en los pinos de la selva vecina.

Y como Martholl, Platel, Bertrán y James Milk, les tendieran sus brazos auxiliadores, las primeras siluetas finas fueron deslizándose una a una. Entonces el corazón de Juan latió con violencia. Pero pronto su semblante se serenó; lo que él temía, no sucedió; ágilmente, María Teresa saltó sin la ayuda de nadie.

Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre.

Viró la barca, y por entre el dédalo de árboles sumergidos, fue poco a poco deslizándose hacia la luz. Chocaron con varios obstáculos, cercas tal vez de huerto, tapias arruinadas y sumergidas, y la luz iba agrandándose; era ya un gran cuadro rojizo en el que se agitaban negras siluetas. Marcaba sobre las aguas una mancha dorada e inquieta.

Los palillos sonaban con gozoso chasquido; las siluetas de las bailaoras pasaban y repasaban por delante de la cancela, en actitudes ora arrogantes, ora lánguidas y desmayadas, siempre provocativas, llenas de promesas voluptuosas. Estos eran los patios que podían llamarse tradicionales.