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Justamente aquella mañana hacía un tiempo hermoso, pero poco adecuado para rodar por los caminos, demasiado mistral y excesivo sol, un verdadero día de Provenza. Cuando recibí aquella maldita carta había ya elegido mi abrigo entre dos rocas, y soñaba con pasar allí todo el día como un lagarto, inundándome de luz y oyendo cantar los pinos. En fin, ¿qué vamos a hacerle?

Los antiguos pinos, negros y solemnes, que emitían una especie de gruñido y otros rumores melancólicos cuando los agitaba la brisa, convertíanse sin dificultad en clérigos puritanos á los ojos de Perla; las hierbas más feas del jardín, eran sus hijos; hierbas que la niña pisoteaba y arrancaba sin compasión.

Algunas higueras llegaban a tener centenares de sostenes, y se extendían como una inmensa tienda verde destinada a cobijar un sueño de gigantes. Eran cenadores naturales, en los que podía ocultarse casi un pueblo. El fondo del horizonte estaba cerrado por montañas cubiertas de pinos con grandes calvas de tierra roja. Entre el obscuro follaje se elevaban columnas de humo.

Constituía el final de la excursión una bonita aunque pequeña quinta recientemente blanqueada, y que se destacaba en agradable contraste sobre un grupo de pinos, algunas de cuyas primeras filas habían arrancado para dar lugar al muro que rodeaba un simétrico jardinito.

Me visteis ya al borde de los precipicios, junto á las cascadas, al pie de los torrentes: he pasado horas enteras sobre el musgo de una roca oyendo el murmullo de las aguas y contemplando el tenebroso fondo del abismo. Me he detenido involuntariamente al cruzar un bosque de abetos; me he estremecido sin querer al pasar por un bosque de pinos.

En medio del silencio nocturno que parecía cernerse sobre la casa, se oía claramente el murmullo de los cercanos pinos como arpas eólicas tañidas por el viento. Vamos, no seas así, padre, pues pronto me voy a poner bueno. ¿Qué hacen esos hombres ahí fuera? El viejo entreabrió la puerta y miró distraídamente.

A un lado alzábase la colina de San Salvador con su ermita en la cumbre, rodeada de pinos, cipreses y chumberas. El tosco monumento de la piedad popular parecía hablarle como un amigo indiscreto, revelando el motivo que le hacía abandonar a los partidarios y desobedecer a su madre. Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de la ciudad.

Descubríanse por entre los claros de las arboledas de pinos y sicomoros, algunos toscos ensayos de cultivo; una cepa en flor trepaba por la puerta de una cabaña y una mujer mecía a su hijo bajo las rosas que tapizaban otra rústica choza.

A la derecha estaba el puerto, repleto de mástiles y amarillas chimeneas; más, allá, avanzaba en las aguas de la bahía la masa obscura de los pinos de Bellver, y sobre su cumbre erguíase el antiguo castillo, redondo como una plaza de toros, con su torre del homenaje suelta, aislada, sin otro lazo de unión que un gallardo puente.

El camino gira, entónces á la altura de Servoz, por entre laberintos de peñascos destrozados y bosques seculares y espesos de pinos y abetos, donde yacen dispersas esas rocas erráticas que han sido uno de los misterios de la geología, revelaciones del poder asombroso de las neveras viajando sobre las faldas de los cerros.