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Aceptaba aquella amabilidad como moneda de buena ley. A los pocos minutos de conversación ya se creía otra vez dueño del corazón de la hermosa y se mecía en un océano de risueñas ilusiones. Seguía la zambra en el aposento. Mercedes la Cardenala bailaba con Gregorio, su futuro cuñado.

Sus ojos estaban fijos en el féretro blanco y dorado que se mecía con el traqueteo de las ruedas, dejando en su memoria la impresión de una nubecilla surcada por rayos de sol. También debía estarse bien allí. Mejor que en los calabozos que antes contemplaba con envidia.

Miré con júbilo al Saint-Simon, que se mecía sobre las aguas y que debía partir al día siguiente. Más tarde, vi toda la compañía reunida, comiendo, los desgraciados, en la mesa del Hotel Neptuno.

Descubríanse por entre los claros de las arboledas de pinos y sicomoros, algunos toscos ensayos de cultivo; una cepa en flor trepaba por la puerta de una cabaña y una mujer mecía a su hijo bajo las rosas que tapizaban otra rústica choza.

La hija del doctor parecía respirar aquella brisa, contemplar aquel cielo fulgurante, oír aquellos acentos y aspirar las embalsamadas emanaciones de aquella vívida naturaleza por la primera vez en su vida y al mirar al firmamento, sumergida en éxtasis delicioso, corrían por sus mejillas dos lágrimas semejantes a dos gotas de rocío caídas del cáliz de alguna flor de las que el aire mecía sobre su cabeza acariciándola blandamente.

El vientecillo de la tarde mecía ligeramente las ramas del jardín, y al chocar las hojas unas contra otras, producían un murmullo cadencioso y apacible, interrumpido sólo por las agudas notas de alguna golondrina que tenía su nido entre las vigas del tejado.

¡Cómo sentirá esta invasión de la muchedumbre el viejo erudito de todas las tardes! Llegaba con su raro volumen, tal vez un incunable, aseguraba sus anteojos, preparaba su cuaderno para apuntar las citas y las curiosidades y luego se mecía en un sueño seráfico hasta que encendían las luces. ¡Pobre erudito, ahora tendrás que irte a otro viejo café a dar cabezadas sobre tu incunable!

El hinchado y galante coronel, a pesar del apacible porte que habitualmente le distinguía, de su levita estrechamente ceñida, de sus apretadas botas y del bastón que, colgado de su brazo, se mecía garbosamente, no las tenía todas consigo.

Estaban todos los agujeros poblados de brújulas; allí se veía una pepitoria, una mano y acullá un pie; en otra parte había cosas de sábado: cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos; a otro lado se mostraba buhonería: una enseñaba el rosario, cuál mecía el pañizuelo, en otra parte colgaba un guante, allí salía un listón verde.

El cielo menguaba en luces, y una apacible claridad glauca, pura como la atmósfera y plácida como el fresco vientecillo que mecía los cipreses, iba inundando el firmamento. Orión se hundía entre los picos de la cordillera, y la Osa Mayor descendía hacia los valles de Pluviosilla. En la región opuesta vagos albores anunciaban la aurora.