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El monje, ese hombre cuya cara barbuda había visto en Inglaterra una vez, se había arrodillado, y estaba murmurando sus oraciones y pasando las cuentas del enorme rosario que colgaba de su cintura. Una mujer vestida de negro, con la cabeza cubierta con la santuzza negra que usan las mujeres de Lucca, había entrado sin hacer ruido, y estaba arrodillada a unos pocos pasos de .

Tenía el sombrero echado hacia atrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba como después de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días y no hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora. ¡En nombre del Cielo, doctor! le gritó el señor Hellinger precipitándose a su encuentro. ¡Nos embistes como un toro!

El silencio le llenaba los oídos con un gran eco vago. De pronto, pasmada, vio brillar en el aire un crucifijo; encima, una blancura fue tomando forma de dos manos juntas; asomó la palidez de una frente, ¡la cara de la abuela mística! Era su estatura extrañamente alta y traía un largo vestido diáfano. De sus manos juntas colgaba oscilando el crucifijo.

Compraba las mejores efigies que de ellas encontraba, y después de ponerles un rico marco, las colgaba de las paredes de su cuarto. Para hacerlo hubo necesidad de descolgar a Malec-Kadel y a otros varios guerreros de la Edad Media que las tenían invadidas.

Y desfilaban por el oratorio cinematógrafo, la cueva de Covadonga; un árbol fantástico de la Reconquista «donde el guerrero colgaba su espada, el poeta su arpa, etc., etc.», pues todos acudían a colgar cualquier cosa; los siete siglos de batallas por la cruz, plazo algo largo, mediante el cual fue expulsada del suelo español la impiedad sarracena.

Su linda cabeza colgaba horriblemente. Su boca entreabierta dejaba ver dos hileras de pequeños dientes apretados por las convulsiones de la agonía. Sus ojos, que una mano piadosa no había cerrado a tiempo, parecían mirar la muerte con espanto. El puñal estaba en medio de la pieza, en el sitio en que le Tas lo arrojara. La sangre lo había inundado todo.

La sarracena preguntaba, sin cesar, como los niños. El fleco de medallas, que colgaba sobre su frente, aumentaba el misterio de sus pupilas.

La calza muy ceñida, de elástico punto de seda, hacía que luciesen las bien modeladas formas de sus ágiles piernas musculosas a par que enjutas. Muy lindo gabán colgaba airosamente de sus hombros.

Y en la mesa, como prueba de que la antigua hospitalidad no había muerto, un gran jarro de peltre en el fondo del cual el curioso podría haber visto la espuma de la cerveza bebida recientemente. Colgaba en la pared una hilera de retratos que representaban los antepasados del linaje de Bellingham, algunos vestidos con petos y armaduras y otros con cuellos alechugados y ropa talar.

Del vientre de todas ellas colgaba un cartel con la cifra del precio. Feliciana había escogido un traje azul con adornos negros, «última moda venida de París», según declaración formal del hortera. Con él y una mantilla modesta, la muchacha parecía otra. Hasta ocultaba con guantes aquellas manos que eran su orgullo en el barrio de las Carolinas.