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Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencillo y retozón: el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadas mechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas.

Había oído claramente la voz de su esposa que le llamaba desde adentro. Pasada la alucinación, siguió bajando, abrió la puerta exterior con la llave que colgaba del pasador, y salió a la calle. Aun no había amanecido; pero en el Oriente parecía una tenue claridad precursora del día. La mañana estaba fresca. Caía del cielo un agua menudísima de niebla marina. Sin vacilar se dirigió al muelle.

Más allá de donde estaba el silencioso monje, cuyos penetrantes ojos misteriosos estaban fijos en de una manera tan inquisitiva, se veían lejanos puntos obscuros, atravesados de trecho en trecho por rayos de luces multicolores que penetraban por alguna gran ventana, y mucho más allá colgaba del alto y abovedado techo la roja luz tenue de la lámpara del santuario.

Patina Santa, como únicos símbolos del nuevo y elevado destino a que la suerte les había llamado, colgaba de sus orejas pendientes de perlas y aprisionaba sus pies con zapatos descotados de sarga, los cuales eran bienes adheridos a la casa y servían para todas las que iban llegando.

De vez en cuando sus ojos opacos se fijaban por encima de las gafas, en el globo de madera que colgaba en medio del salón, y lo acariciaba con una sonrisa de placer. Aquel primoroso artefacto, venido de Burdeos, estaba pintado con rayas azules y blancas.

Al sentarse frente a él, Andrés observó que la luz del velón hería de lleno cierto cuadro que colgaba de la pared, representando un militar a caballo. ¿Qué general es ése, tío? preguntó, dando por supuesto que era un general. D. Ramón Cabrera dijo el cura ahuecando la voz. ¿No le conoces por su mirada de águila?

Sobre el pecho, aplastado por un corsé monjil que parecía de hierro, brillaba la triple cadena de oro de enormes eslabones. Por debajo del pañuelo que cubría su cabeza colgaba una gruesa trenza con remate de cintas. Sobre el poyo, sirviendo de tapiz a unas rotundidades que parecían voluminosas como globos por el enorme bulto de las faldas, estaba el abrigais, la prenda femenil de invierno.

Despidióse éste, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el Padre Hurtado diciéndole: Espere un momento, hermano. Abandonó su escritorio, mojó dos dedos en una pila de agua bendita que colgaba en la pared, y tocó con ellos la mano del obrero, diciéndole cariñosamente; ¡Vaya con Dios!

Todos los días antes de llegar Amaury y después de partir éste, se acercaba a su prima, y entonces, como si Magdalena se hubiese dado cuenta de su injusticia le estrechaba la mano con efusión, o se colgaba de su cuello deshecha en llanto. ¿Habría entre sus dos corazones alguna misteriosa comunicación desconocida para todos?

Jacinto lo hizo con todas las precauciones imaginables como si se hallase atacado de un reuma agudo y no pudiese soportar el más leve movimiento. Despidióse de los abuelos que medio dormidos le dieron las buenas noches y muchas memorias para sus padres. Flora desprendió el candil que colgaba de la campana de la chimenea y le acompañó hasta la puerta.