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La encontré esta mañana por casualidad, exactamente como está, en un cajoncito secreto de un viejo escritorio que hay en la pieza de vestir de mi padre explicó. El que la debió colocar allí por precaución antes de partir para Escocia. La conservaba en mi mano completamente atónito, pero, no obstante, con el más profundo deleite.

Para esto era la fiesta; para que la bendición del Señor cubriese con su eterna protección las colinas de Marchamalo. El jefe del escritorio se entusiasmaba contemplando el oleaje de viñedos y prorrumpía en líricos elogios.

El escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero y segundo piso.

Pues esto, tan trascendental como era, tuvo buen cuidado de no decírselo a su primo en el pasillo; los dos habían corrido un temporal deshecho, y allí se guarecieron manteniéndose a la capa, la mano en el timón y los ojos en el horizonte, en compañía de los fieles del escritorio, todos más o menos aporreados, renegando de las vitalicias y de su suerte.

Liquidaremos, señor Robert, ¡pues no faltaba más! ¡Valiente susto me ha dado usted! Liquidaremos, y entonces se sabrá quién es el culpable de que la casa se haya fundido. ¿Sabe usted una cosa? ¡Lo estaba deseando, pues los hombres honrados me revientan! Se caló el sombrero de lado y salió del escritorio, echando chispas.

Cuando por sus negocios pasaba cerca de mi tienda, entraba a saludarme. Tenía un modo suyo de anunciarse: un garrotazo sobre el mostrador. «¿Quién está aquí?» Y al salir yo del escritorio, la misma pregunta: «¿Cómo estás, maño? ¿Cómo tienes a la maña y tus cachorricos?...» La última vez que le vi, fue antes de retirarme yo a París.

Fué un medio delicado de remediar la penuria del poeta, hombre inadaptado, incapaz de sujetarse a escritorio u oficina, ni a ninguna suerte de trabajo vulgar. Escribió con intermitencias. Le faltó la espontaneidad y el vigor de García Collado, su émulo; pero le superó en sentimiento y corrección y en cultura literaria. ¡Perdóname, bien mío!

Todo lo que le conté fue el examen que habíamos hecho del escritorio de Blair y lo que habíamos descubierto en él. Debemos ir y ver esa casa de las Encrucijadas, creo yo exclamó cuando hubo visto la fotografía. De King's Cross a Doncaster es un viaje rápido; podemos ir y volver mañana mismo.

Octavio besó la firma de la carta, dejó caer las manos sobre las rodillas y la cabeza sobre el pecho. Así estuvo largo espacio inmóvil como una estatua, delante de su escritorio. Al volver en , escapósele del pecho un suspiro blando y prolongado. Era la nota final, triste y moribunda de una melodía del corazón. Alzóse de la silla y con paso vacilante fué á abrir la ventana.

Quédese, se lo ruego. Se sentó al lado del escritorio, y yo en la sillita baja que siempre ocupo junto al sillón de mi padre. Hoy hace un mes, sufrí una gran decepción; ya sabe usted lo que quiero decir y en qué forma brutal se hizo la luz. Hubiera sido menos cruel para el oír la verdad de su boca de usted. ¡Era imposible!