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«Acaso lleguen a tus oídos ciertas murmuraciones de las gentes de Villaverde. Dicen que soy novio de Gabriela. Ya me imagino quién inventó eso. Las Castro Pérez que odian a la señorita Fernández, o Ricardo Tejeda que ha estado muy enamorado de la niña. Hoy me le hallé en la botica, y no me habló, ni siquiera se dignó saludarme.

No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme: Vaya usted por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la acera.

Dos hombres, ambos italianos, se detuvieron al verme pasar, para saludarme y desearme ben tornalo. Uno era un abogado, cuya esposa tenía fama de ser una de las mujeres más bonitas de la ciudad, en la cual, aunque parezca extraño, el tipo más notable de belleza es el de cabellos rubios. El otro era el caballero Alimari, secretario del cónsul general inglés, o el «Mayor», como lo denominaban todos.

Al entrar en el Casino se había dicho: «¿Se acercará don Álvaro a saludarme?». Y había sentido miedo y estuvo tentada a fingirse enferma para volver a casa. Pero aquella idea pasó. Álvaro no acababa de parecer por allí. La Marquesa hablaba como una cotorra.

¿De modo que no te dio la absolución? No, señor. Me dijo que no me la daba aunque me borrase del periódico aquel mismo día. Todo el pueblo se enteró. Algunas personas dejaron de saludarme, y en la fábrica estuvieron a punto de quitarme el pan. Entonces yo me marché a la ciudad, dispuesto a conseguir una absolución, aunque me tuviese que gastar doscientos reales. ¡Qué demonio!

Conocía muy bien a Castro Pérez; se complacía en hacerle rabiar, y cuando éste iba poniéndose mohino le calmaba con un chiste o con una frase halagadora. Los primeros días me le encontraba yo en la esquina, y pasaba sin saludarme; después solía decirme, entre afable y sereno: «¡Adiós, jovenMás tarde, cuando conversé con él en el despacho, se mostró conmigo cariñoso y sincero.

Eran las tres de la mañana y empezaba a despuntar el día. Me hallaba en una avenida larga y recta, cubierta de césped y a cien varas de distancia corría Ruperto, flotante al viento el rizado cabello. Me sentía rendido y respiraba fatigosamente; le volver el rostro y saludarme otra vez con la mano. Se burlaba de , porque veía que me era imposible alcanzarle.

Allí estaban los pedagogos y Ricardo Tejeda. Me fué entrar. Todos se adelantaron a saludarme, menos mi amigo, el cual fingió que estaba muy engolfado en la lectura de «El Montañés». Mancebos y maestros de escuela me veían, de pies a cabeza, se miraban unos a otros, y sonrían maliciosamente. No dejaron de dirigirme algunas bromas. Ya es usted charro... me decía uno de los mancebos.

Dawson estaba ya de vuelta en la mansión de la plaza Grosvenor, cuando un día, a eso de las doce, Glave hizo pasar a mi presencia a Carter. Conocí por su semblante la agitación que lo dominaba, y apenas entró, después de saludarme respetuosamente, exclamó: ¡He conseguido descubrir la dirección de la señorita Mabel, señor!

Está bien; cada cual tiene los suyos y yo no tengo ningún derecho para preguntar los de usted. Se volvió a la sala y no me dirigió la palabra en toda la noche. Cuando se marchó le ofrecí la mano, pero fingió no verlo y se contentó con saludarme fríamente.