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El vive muy satisfecho. Con el producto de seis u ocho solares y de un rancho cafetero le basta y sobra para vestir a la señora alcaldesa, y a su hijo, un muchacho idiota hinchado de vanidad. En Villaverde se trabaja poco, lo suficiente para comer, no andar desnudo, pasar el día, y ¡santas pascuas! Quien se excediese en el trabajo sería un tonto de capirote. No por eso ganaría más.

Así las cosas, corrían los días y las semanas, y el empleo deseado no venía. En verdad que la idea de alejarme de Villaverde no me halagaba. No sólo me detenía en la budística ciudad el amor de los míos, no; cuando me ocurría que acaso sería preciso ausentarme, pensaba yo con tristeza en Angelina.

Diciendo pestes del recaudador, que le oía sereno e inmutable, y echando ternos contra el Gobierno, que cobraba semejantes impuestos sin mantener en los caminos ni un soldado, volvió a su asiento y a su zarape multicolor. Allí el vehículo comenzó a dar tumbos y más tumbos. Las calles de Villaverde estaban peores que la carretera.

Angelina y yo nos acercamos a la verja, vueltos hacia la ciudad. Ya no repicaban en las torres. En cada una de ellas una campanita atiplada, urgente y chillona, llamaba a los fieles. Aun no despuntaba el día. Los faroles de Villaverde brillaban en las calles obscuras y por encima de los tejados como un enjambre de cocuyos.

Pero, en suma, ¿qué podrían decir? Los embustes que todos repetían en Villaverde, y ¡nada más! Cuando me levanté de la mecedora para cerrar el balcón, daban las doce en el reloj del escritorio. Allá, en el fondo del jardín, seguía cantando el trovador alado.

«Ya comprenderás me decía la niña cuan grata fué tu carta para . ¡Qué ansia! ¡Qué impaciencia! Toda la noche estuve pensando en la llegada del mozo, hasta que al fín me quedé dormida. ¡Soñé contigo! Soñé que estaba yo en Villaverde, en tu casa y cerca de . leías y yo estaba pintando pétalos de rosa. Desperté llorosa y apenada, como si ya no me quisieras, como si no hubiera de verte más.

Y al oírme decir que deseaba yo ir a vagar por los ejidos de Villaverde y por las márgenes del Pedregoso: Pero, dime: ¿estás loco? No: eso será otro día. Ahora, ponte elegante, y sal a visitar a los viejos amigos. Ni un día ha pasado sin que pregunten por .

Villaverde fué imperialista hasta la médula de los huesos, y por aquellos tiempos hizo alarde de su hostilidad al partido imperante. En mi querida ciudad natal todos eran conservadores, y al advenimiento del régimen monárquico más de un budista villaverdino soñó con títulos y blasones.

A lo cual contestó: Como al señor le ha dado por la música.... ¡Así lo cuenta en todo Villaverde! ¡Cuentan en Villaverde tantas cosas! ; me gusta la música... desde que tocar a Luisa. La morena se sonrojó. Teresa se soltó diciendo: ¡Adiós! Pues ¡no cómo, porque ésta toca muy mal! Tocar bien, como una profesora.... Venga usted acá, y me sacó hasta el zaguán venga.

Ahora bien: ¿por qué son tantos en Villaverde? Don Cosme movía la cabecilla y hacía un gesto de duda, para decir: «¡No lo Castro Pérez se componía las gafas. Voy a decirlo, ¡porque en esta tierra no tiene porvenir la juventud! ¡Porque los horizontes son obscuros!