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El hombre de la basquiña se acercó a paso lento y reposado y su faz académica se dilató con una sonrisa de plácida condescendencia. El amigo Núñez dijo quitándose el sombrero, que sin duda le molestaba, y acomodándose en una mecedora siempre tan galante, tan lisonjero.

No, no; tienes la cara encendida como una amapola, añadió el viejo acariciando la cabeza del niño y antes de comer conviene que descanses un poco. Vaya, échate en el sofá con las manos cruzadas debajo de la cabeza: esa postura es muy higiénica. Yo voy a hacer lo mismo en esa mecedora.

La mecedora de Ana no se movía, tal como apenas en sus labios pálidos la afable sonrisa: se buscaban con los ojos las violetas en su falda, como si siempre debiera estar llena de ellas. Adela no sin esfuerzo se mantenía en su mecedora, que unas veces estaba cerca de Ana, otras de Lucía, y vacía las más.

La mecedora de Lucía, más echada hacia adelante que hacia atrás, cambiaba de súbito de posición, como obediente a un gesto enérgico y contenido de su dueña. Juan no viene: ¡te digo que Juan no viene! ¿Por qué, Lucía, si sabes que si no viene te da pena? ¿Y no te pareció Pedro Real muy arrogante?

Y paso entre paso llegaron hasta el salón del Prado y subieron por la calle del mismo nombre hasta el Ateneo. Allí se despidieron. García no era socio, no ciertamente por falta de ganas, sino de recursos pecuniarios. Columpiándose en una mecedora con un periódico en las manos halló Tristán a su amigo Núñez en una de las salitas de conversación de aquel centro docente.

Después se sentó en una mecedora junto a su tocador, en el gabinete, lejos del lecho por no caer en la tentación de acostarse, y leyó un cuarto de hora un libro devoto en que se trataba del sacramento de la penitencia en preguntas y respuestas. No daba vuelta a las hojas. Dejó de leer. Su mirada estaba fija en unas palabras que decían: Si comió carne...

Volvió a caer sentado en la mecedora, y aliviada su angustia con la laxitud del ánimo, que ya no luchaba con la impotencia de la voluntad, recobró parte de su vigor el sentimiento, y el dolor de la traición le pinchó por la vez primera con fuerza bastante para arrancarle lágrimas. Lloró como un anciano, y pensó en que ya lo era. Jamás se le había ocurrido tal idea.

Mientras tanto la hermana, como princesa, pasaba el tiempo columpiándose en una mecedora, reprendiéndole cualquier falta severamente... En fin, ya puede usted suponer lo que pasaría allí. Compadecía mucho su situación, y pensando en los medios de aliviarla, se me ocurrió traerla a casa. Mas esto ofrecía dificultades. ¿En qué concepto iba a venir a mi casa?

Entabló conversación conmigo, informándose con interés de cuándo había llegado, si me agradaba Sevilla, etc. Pepita nos dejó, y Joaquinita me invitó a sentarme a su lado en una mecedora, cerca de un naranjo enano que crecía en tiesto de madera pintada de verde. El patio no estaba bien alumbrado.

El Magistral deja de mirar a las estrellas, acerca un poco su mecedora a la Regenta y prosigue: Anita, aunque en el confesonario yo me atrevo a hablar a usted como un médico del alma, no sólo como sacerdote que ata y desata, por razones muy serias, que ya conoce usted; a pesar de que allí he llegado a conocer bastante aproximadamente a la realidad, lo que pasa por usted... sin embargo, creo... le temblaba la voz; temía arriesgar demasiado creo... que la eficacia de nuestras conferencias sería mayor, si algunas veces habláramos de nuestras cosas fuera de la Iglesia.